El viejo dilema del prisionero

         Hablando de las interacciones de unos con otros y relacionándolas con las teorías de los juegos, hace un tiempo se puso como de moda un modelo de reflexión que, por sus características específicas, dio en llamarse “el dilema del prisionero”. Muchos recordarán el planteamiento y los agobios que suscita a sus hipotéticos protagonistas. La cosa venía dentro del debate que una nueva ciencia (sociobiología) estaba proponiendo con ocasión del gran problema teórico y doctrinal del altruismo. Porque, visto así como deprisa, científicos plantearon cómo puede entenderse una actitud tal que choca directamente con lo que antiguamente se llamaba el instinto de conservación. El dilema, pues, del prisionero, expuesto de forma sencilla, se formulaba así: a X, que está incomunicado en una cárcel y condenado a treinta años, le ofrecen la libertad a cambio de denunciar a Y, que está en idénticas condiciones. A su vez, a éste, Y, le ofrecen lo mismo. Y a ambos les aseguran que, en caso de que ninguno acuse al otro, los dos saldrán libres pasados doce meses. Pero que, si ambos se acusan, cumplirán una condena de quince años cada uno. Una de sus variantes más plásticas es la del “viajero gratis”: ya se sabe que, si uno se cuela sin pagar el billete, la empresa no caerá en quiebra, pero ¿y si todos los viajeros pensaran lo mismo?
       El problema, que pasa a dilema personal para cada uno de los prisioneros al tener que optar entre acusar o no al colega y si fiarse o no de él, plantea como cuestión de fondo la pregunta sobre qué beneficia más a los protagonistas de la historia, si la cooperación entre ellos o la denuncia al otro, lo que en términos usuales se llama competitividad. Y la demanda doctrinal, trasladada con carácter universal a cada uno de nosotros como miembros de la sociedad, nos llevaría a proponer lo que algunos dirían la pregunta del millón: para que todos seamos más felices ¿qué es más rentable la cooperación, con la incomodidad cierta que ello suponga, o la competición?
       El principio general que sustenta esta ejemplificación es que, fuera de los discursos morales rutinarios y, por lo general, inútiles, hay que convencerse de que la cooperación es algo obligatorio e imprescindible para la especie humana, como la única forma posible de amar a los otros, a todos. Y el ir cada uno, cada partido, por su cuenta no sólo es inútil y estúpido sino científicamente una majadería.

Publicado el día 23 de marzo de 2018

Elogio de la perplejidad

           De Freud es la siguiente paradoja, que plantea como una manera de desdramatizar las situaciones llamadas límite: “- ¿Qué día es hoy?, pregunta un condenado al que llevan al patíbulo? - lunes, le responde el verdugo. ¡Pues sí que empiezo bien la semana!, le replica. Una manera precisa y singular, viene a decir José Antonio Marina, de cortar la cadena opresiva de los acontecimientos y desactivar la carga trágica que origina una situación como esa. En verdad que una realidad así, precisamente en el camino a la guillotina, no está ni mucho menos para hacer bromas pero vale como un ejemplo obvio de lo que es capaz el ingenio, por muy trágico que sea, para reinterpretar el sentido de las cosas y salirse de lo que la existencia le demanda y le exige. Acorde, por supuesto, con lo que la racionalidad y la costumbre colectiva le apunta. Por muy estúpido, o sea irracional, que se presente y carezca de viabilidad salvífica, no deja de ser un recurso más o menos a la mano soltar una buena ración de ingenio que permita explicar lo inexplicable o justificar lo injustificable.
         Bien es verdad que, como sabemos por experiencia propia y ajena y aseguraba Erasmo en “El elogio de la locura”, “todas las cosas humanas tienen dos aspectos... Todo en la vida es tan oscuro, tan diverso, tan opuesto, que no podemos asegurarnos de ninguna verdad...". Por eso siempre solemos creer que una cosa es la realidad, que ésta es única, y, otra, la interpretación que hacemos de ella. Pero, claro, esto vale para la cuerda del patíbulo, pero, en ningún caso, para la historia que lleva detrás, empezando porque cabe la pregunta de por qué ha llegado hasta allí el protagonista.
            Pero puede de todas maneras preguntarse si esa ambivalencia tiene sentido. Es la cita, repetida en tantas ocasiones, del texto de Carlos Marx cuando apunta, completando o corrigiendo al eminente filósofo alemán Hegel, que, si bien es verdad lo que él dice de que la historia se repite dos veces, le faltó agregar: primero, como tragedia y, después, como farsa. Es lo que ocurre en tantas ocasiones: el discurso trágico de la condena, y, luego, luego el ingenio, como instrumento de justificación. Ahora como farsa, que sí tiene sus raíles. Y, al final, tantas veces queda la duda de si es mejor lo vivido o lo soñado. Eso sí, si recordamos la pregunta que hizo Bión al que se tiraba de los pelos: ¿acaso la calvicie alivia el dolor?

Publicado el día 9 de marzo de 2018

Arreglar el mundo

        Hay que ver la cantidad de gente que pierde su tiempo tratando de arreglar el mundo. Su tiempo y también sus energías, que esta tarea es de por sí tan consistente que acaba con las enjundias del que la practica. Si no fuera una blasfemia o una irreverencia, podría recordarse la anécdota cervantina del prólogo de la 2ª parte de El Quijote cuando el loco de referencia, dirigiéndose al personal, les dice aquello de “¿Pensarán vuesas mercedes ahora que es poco trabajo hinchar a un perro?”.
        Tratar de arreglar el mundo es una misión que se lleva a cabo habitualmente, con cierta costumbre y naturalidad, pero se ejerce, sobre todo, cuando se produce lo que unos y otros llaman un acontecimiento significativo, una grave tribulación. Es especialmente en esas condiciones en las que aparecen voluntarios salvadores que explican cómo puede y debe superarse el engorro social o antropológico que está sobre la mesa y tiene acongojado al personal. Es entonces cuando se empiezan a formular relatos de lo que está ocurriendo que simplifican hasta lo inverosímil el manojo de soluciones de que uno está seguro, mientras las describe con un café en un barra de bar. Valga el recuerdo de aquel remedio que en su día, medio en broma y medio en serio, se encerraba en este razonamiento: si los dos grandes problemas que tiene España son el paro y el terrorismo, la solución está al alcance de la mano: pongamos a los parados a buscar terroristas. Medio en broma, medio en serio, por supuesto, pero aceptemos el clima social e intelectual que permite producir tal barbaridad. Todo esto tiene que ver con el viejo fenómeno cuyo nombre se da a una corriente de pensamiento político y económico, que llamamos arbitrismo, de que hay más que suficientes ejemplos tanto en la historia como en la literatura.
     Únicamente los muy tontos, decía en un antiguo artículo de Juan García Hortelano, sienten sobre sus hombros el peso de la humanidad entera y los sencillamente tontos el peso de su taller o de su oficina. El resto de los hombres considera que desciende de los expulsados del paraíso y se sienten condenados a trabajar con el suficiente sentido de la proporción para presumir lo menos posible de esa condena. Y de este modo Campoamor refuerza el sarcasmo con aquello de: “tu amor a lo ideal jamás tolera / los insectos, por viles. ¡Qué error!” porque “el despreciar lo real por lo soñado / es una gran quimera”.

Publicado el día 2 de marzo de 2018