Informaciones inútiles

    Una vez un grupo de personas cansadas de perder el tiempo en leer y escuchar en los diversos medios de comunicación y conversación tantas informaciones necias y mentecatas, decidió fundar una asociación, una “Sociedad contra las informaciones inútiles” para estimular a la gente a que dejaran a un lado banalidades y especímenes impropios de personas sensatas, especialmente si, además, eran falsas o, peor, medias verdades y ocuparan su quehacer en asuntos de valor humano constructivo. Pero ¿tendrá interés un club de este tipo? El caso es que, tras hacer pública su propuesta, los organizadores se vieron tan desbordados con el número de solicitudes que tuvieron que buscar algún requisito imprescindible para poder ingresar en la asociación, requisito que debía ser consecuente con su filosofía. Así, para afiliarse y disfrutar de los beneficios reservados a los socios, no bastaría con mostrar un verdadero interés ni tampoco una queja generalizada y arbitrista del estilo “es que no hay nada en la televisión”, porque afirmaciones de este tipo son generalidades con nulo valor probatorio. Era necesario aportar, al menos, una información concreta plenamente inútil que hubiesen topado en cualquier sitio. Y aquí empezó el problema.
     Los aspirantes al carné de inscrito revolvieron una y otra vez los medios de comunicación, las redes sociales, los sistemas de correos y mensajes en busca de la noticia más inútil que pudieran encontrar, y en verdad que, al decir de los autores del asunto, la relación de informaciones aportadas por unos y otros era inmensamente larga y hubiera llenado páginas y páginas. Pero, sin embargo, a pesar de esos datos, nadie pudo ingresar en la “Sociedad contra las informaciones inútiles”. Ni siquiera el promotor y presidente encargado. ¿Por qué? Muy sencillo: se dieron cuenta de que, al presentar una noticia, al margen de su contenido, esta, convertido en requisito para afiliarse, ya tenía una utilidad, servía para algo: para hacerse miembro del club.
      Inviable, por tanto, por su propia contradicción interna una sociedad tal. Así parece. Pero no se crea que todo está perdido. Un eminente filósofo y científico inglés, Bertrand Russell, resolvió esta paradoja matemáticamente, de manera que no hay excusa: tiene sentido científico una sociedad contra las informaciones inútiles. Al menos, lo mismo que otras muchas que de verdad no se sabe para qué sirven.

Publicado el día 31 de marzo de 2017

Llegaron los sarracenos

       De un tiempo acá da la impresión de que poco a poco van ganando los malos, despacio pero sin pausa van consiguiendo territorios y estructuras públicas, mientras nosotros, los buenos, vamos perdiendo posiciones y posesiones en los sistemas sociales, políticos y económicos. La relación, la que llamamos habitualmente lista, de los que forman ese grupo de ganadores empieza a repetirse, de memoria y por el mismo orden, siguiendo, por lo general, un criterio cronológico, que, de momento, termina en Trump. Además, se da el caso de que, al ser los malos, tienen que hacer maldades porque de otro modo ya no serían ellos mismos. ¿Y qué tipos de perversiones construyen para conseguir la victoria? Pues cambiando de nombre a un viejo vicio, llamando a la mentira posverdad o realidad alternativa. Con lo que consiguen muchos votos. (En algunos casos, tantos que hasta los que van a salir perjudicados con el nuevo orden colaboran. En USA, por ejemplo, se van a quedar sin cobertura sanitaria muchos de los que votaron a los republicanos).
      Hans Magnus Enzensberger, notable y conocido pensador alemán, está convencido, y lleva muchos años diciéndolo, que las guerras convencionales y clásicas entre Estados se han terminado y que han sido sustituidas por lo que él llama “guerras civiles moleculares”. Ni siquiera se conoce el número de las que hay en cada momento, pero el mundo, asegura, está lleno de conflictos de esta categoría. Y no ya en las antípodas, sino que “están presentes en las metrópolis, y sus metástasis forman parte de la vida cotidiana de las grandes urbes”. Las tenemos aquí, entre nosotros, y no necesitan justificación ideológica sino que se apoyan en frases redondas que no tienen significado alguno.
      No viene mal a este momento de la reflexión recordar la sarcástica redondilla anónima, tantas veces repetida: “Llegaron los sarracenos / y nos molieron a palos, / que Dios ayuda a los malos / cuando son más que los buenos”. Porque, dejando la teocracia a un lado, viene a determinar que es el número de participantes lo que hacen propicios los hados y genera las ventajas generales. Cuantos más, mejor. Así los malos se justifican en que son muchos, y nosotros, los buenos, (¡faltaría más!) en la democracia. Que precisamente se basa en el poder de las mayorías, salvaguardando, claro está, a las minorías. ¡Menuda paradoja y grave aporía! De buenos y malos. Y de malos y buenos.

Publicado el día 24 de marzo de 2017

El lujo, cierta calamidad

      Para tratar de entender muchos de nuestros comportamientos actuales, en ocasiones es muy útil repasar los modos de vida de que gozaban y sufrían los cazadores-recolectores, es decir, nuestros antepasados, más o menos desde unos diez mil años para atrás, lo que se llama el paleolítico. Decenas de miles de años durante los cuales ocuparon su vida y obtuvieron su supervivencia cobrando animales y recogiendo las cosechas que el campo les brindaba, o sea, viviendo de la caza y la recolección. Y acomodando su vida individual y social a estándares propios de sus circunstancias, normalmente el nomadismo y la conquista de nuevos espacios, mientras iban descubriendo, poco a poco, procedimientos y mecanismos que facilitaran sus laboriosas tareas. Así las cosas, algún antropólogo considera que en ese proceso de mejora de su primitiva tecnología el lujo era el sistema de consolidación de cualquier nuevo invento o sistema que les permitía dar un paso adelante en el desarrollo de su civilización.
     Hoy con ese término hablamos de algo diferente. Hoy el lujo incluye dos variables conceptuales: por una parte, demasía y abundancia de cosas no necesarias y, por otra, la implicación social de un signo de distinción de quien no quiere ser igual a los demás y que, con mayor o menor fortuna, desde la superioridad trata de singularizarse de entre los que están a su alrededor. También se sentía ese mensaje de prepotencia en la época de cazadores-recolectores, cuando alguna tribu o alguna tropilla descubría algo que les facilitaba el trabajo y les hacía más fuertes y dominadores que los de al lado. Pero hoy lo que entendemos habitualmente por lujo es algo más complejo que de entrada encierra una grave contradicción. Porque este afán de querer formar parte de un grupo reducido de sobresalientes o destacados (por lógica, cuanto más reducido es el grupo, más relevantes son quienes lo integran) implica la contrapartida de que, al ser muy pocos, resulta más escasa la ventaja económica que produce.
    En ese equilibrio de distinción y de beneficio económico, de consumo ostensible (Thorstein Veble) de objetos y experiencias (Yves Michaud), el lujo, también el menor, el tópico y el distópico, el de cada rincón incluso cutre, revela fragilidad en el individuo que, queriendo ser superior y diferente, acaba en esto último y no en lo otro. Lo que no es útil para nadie sino, más bien, una calamidad.

Publicado el día 10 de marzo de 2017

Hablar con sabiduría e ignorancia

        Gustavo Flaubert, más famoso por su novela “Madame Bovary”, es autor de otros textos, entre los que cabe señalar uno muy singular, apenas conocido. Se trata de un diccionario, por cierto incompleto porque no le dio tiempo a terminarlo, en el que incluye lo que llama “lugares comunes” o “ideas recibidas”. Flaubert siempre anduvo casi obsesionado con este trabajo en el que incluyó frases más o menos elegantes, repetidas mecánicamente una y otra vez a través del tiempo, muchas de ellas contradictorias entre sí y, por lo general, vacías de contenido. Se cuenta que la cosa le vino porque, siendo joven, se sorprendía ante “las simplezas y tonterías que desgranaba en su hogar una vieja amiga de la familia” una y otra vez. La finalidad de esta tarea fue, sin echar sermones ni discursos, reprender a quienes tratan de explicar el mundo con esa metodología, con talante de papagayo, poniéndoselo delante de su mente para ver si se daban cuenta de su ridiculez.
       A día de hoy este fenómeno, ante el aumento de relaciones estereotipadas que las nuevas técnicas de comunicación están abriendo, cada día tiene más presencia. Los consabidos matrimonios de palabras: toda sequía es pertinaz; toda curiosidad, malsana… Albión siempre pérfida y la ambición, loca. Y, si entramos en el lenguaje de los locutores de acontecimientos deportivos, en especial el fútbol, los tópicos (“no tememos al otro equipo, lo respetamos…”) están repetidos millones de veces. Agregar a Aquiles "el de los pies ligeros" permite hacer creer que uno ha leído a Homero. El asesino siempre es cobarde y el perro, el mejor amigo del hombre.
        A Flaubert le siguieron otros famosos escritores con diccionarios similares y el asunto ha dado pie a un debate técnico en el que, para desánimo de los perezosos que siguen apoyándose en estas muletas polémicas, predominan especialmente dos conclusiones científicas. Una, que “los individuos con escasos conocimientos sufren de un sentimiento de superioridad ilusorio, considerándose más inteligentes que otras personas más preparadas”, que, como aseguró Darwin, “la ignorancia genera confianza más frecuentemente que el conocimiento”. La otra se refiere a la pasión con que se defiende algo y enuncia que esta, asociada a una discusión, “es inversamente proporcional a la cantidad de información real de que se dispone”. Así es que necesitamos cien ojos para defendernos dialécticamente.

Publicado el día 3 de marzo de 2017