La no venganza de los pobres

      Ya se ha hecho referencia en esta columna a La Danza de la Muerte, aquella expresión literaria, en coplas populares, de los siglos XIV y XV, que, pasando por Cervantes y Lope de Vega, acaba influyendo incluso en Quevedo, en 1627, con los Sueños. El tema es fácil de adivinar: su universalidad, el reconocimiento de que, al margen de la historia personal y las condiciones individuales, al final todos quedamos igualados y nadie puede librarse de su llamada. Mas en este alegato lo que en verdad se pretende es poner de manifiesto la venganza de los pobres y los humildes contra los que ostentan el poder y son los dueños del dinero y de la vida. El papa será papa y tendrá todos los honores y ventajas, el rey también gozará de todos los privilegios del mundo, y así ocurrirá a toda la escala de los de arriba, cada uno acorde a su puesto de mando. Pero la Muerte, cuando se presente llamando a cada uno por su nombre, nos igualará a todos sin excepción.
     Toda la historia de la literatura, en unos casos con fines moralizantes, pero en otros muchos con intención mordaz y sañuda, está llena de alusiones al asunto. Desde el Kur, el “Gran Debajo”, en Sumeria o Luciano de Samosata en Roma, por hacer alguna referencia. Y si bien es cierto que toda esta retórica encierra algo de ingenuidad y mucho de sátira, también manifiesta demasiada impasibilidad y frialdad ante lo permanente e inmutable, lo que se sabe que no tiene solución.
      La cuestión ahora, en este tiempo, es que algunos científicos, que están proyectando las capacidades humanas hacia los próximos años (algunos hablan de 50 pero otros acortan considerablemente el tiempo hasta los 20 o 30), consideran que nuestra especie, cromañón o sapiens, está a punto de vencer a la muerte mediante procesos de sustitución de miembros del organismo en una constante renovación. Y preguntado, por ejemplo, el antropólogo e historiador Y. N. Hariri si considera que la accesibilidad a todas estas nuevas tecnologías profundizará la brecha entre los poderosos y los humildes, responde que, muy a su pesar, la distancia y las desigualdades entre unos y otros se reforzarán, que a ellas, se teme, solo tendrán acceso los ricos y los poderosos. En estas condiciones ya no quedará a los pobres ni siquiera la posibilidad de lanzar el sarcasmo inservible, ocioso e inane de que, al final, todos calvos. Ni siquiera ese desahogo, esa venganza inútil.

Publicado el día 27 de enero de 2017

Felices a la fuerza

       La conocida teoría de que la música de villancicos, de que gozamos en los comercios durante las navidades, no obedece a que los tenderos sean especialmente amantes de las tradiciones sino a que consideran que de ese modo venden más, empieza a adquirir tintes de peligrosa realidad. Como se sabe, por lo general la música, como telón de fondo, además de amansar a las fieras, colabora a crear un talante más dulcificado en quien anda algo ajetreado. Y ese estado de ánimo, se asegura, anima a comprar más. Lo que podría llevar a expresar como regla de comportamiento mercantil una proporción directa algo así como que a más contento y agrado del cliente, más beneficios para los comerciantes.
       Pero ocurre que esta sencilla y simple reflexión, que viene siendo de interés para la charla y la comidilla, parece que ha entrado en una vía de conocimiento cuando menos compleja y, desde luego, amenazadora. Mal asunto, denuncia William Davies, cuando se ha apropiado de ella el capitalismo más radical (el que se manifiesta en el Foro de Davos) y quienes manejan las últimas novedades tecnológicas. Una combinación de poder que, como dice el refrán, no se la salta un galgo. O, dicho de una manera más seria, una combinación tan estructural e ideológicamente establecida que, por el dominio que consiga ejercer sobre los ciudadanos, puede llevar a ambientes sociales y políticos indeseables. Manejado este pensamiento desde estas dos plataformas (ciencia al servicio del capitalismo feroz), se convierte en una terrible arma ofensiva contra los valores humanos, individuales y colectivos.
        No es nueva desde luego la tentación de algunos poderes públicos, cuando han expresado su proyecto político, de presentarlo en términos de hacer felices a sus ciudadanos. Incluso momentos históricos singulares así lo han proclamado sin ambages: “El objeto del Gobierno es la felicidad de la nación”, decía nuestra Constitución de Cádiz, recogiendo quizá la idea de la francesa, la jacobina, de 1793: “El fin de la sociedad es la felicidad común”. Pero si en estos ejemplos puede verse un tono de ingenuidad o buenas intenciones, incluso algún ramalazo de romanticismo, mucho es de temer que, aplicándose la ciencia con su bagaje cuantitativo, y la violencia del poder, se plantee claramente la obligatoriedad de ser completamente felices. Para ser rentables, al cien por cien, de pensamiento y emociones. De conducta. 

Publicado el día 20 de enero de 2017
 

Un par de observaciones

    Entretenidos estamos. Una vez terminadas las fiestas y la enojosa y dura tarea de demonizarlas con discursos éticos y morales impolutos contra el consumismo (procurando los predicadores, eso sí, terminar los alegatos antes de que cerraran los comercios), ahora jugamos a otra cosa. Que acaba siendo la misma porque el debate sobre el populismo y la posverdad nos está cogiendo otra vez al hilo de acontecimientos que la agenda del mundo nos ofrece cada día. Populismo y posverdad, que preocupan con razón a mucha gente por la deriva que suponen en el juego democrático; las restricciones que imponen en el ejercicio de los derechos y libertades públicas; y el deterioro creciente en el Estado de Bienestar.
   Pero, aceptada la legitimidad de ese debate, que incluso debe ser principal, parece oportuno hacer un par de observaciones, no sea que, una vez más, lo inmediato nos ahogue y que, envueltos en graves disquisiciones de toda índole intelectual, acabemos aparcando otros asuntos también primarios. Y el primero de estos reparos está en que, abonados a estas disquisiciones más sociológicas y políticas, estamos abandonando casi toda referencia a los problemas y las cuestiones sociales que, por acuciantes, deberían tener un hueco permanente en el desarrollo del lenguaje público. Mucho hace que nos hemos olvidado, por ejemplo, del problema de los desahucios y apenas se hace referencia a esa fechoría tan infame de haber vendido a “fondos buitre” (¡vaya término!) viviendas sociales, al margen de los afectados.
      La otra observación imprescindible es que resulta necesario recordar que son ciudadanos concretos los que promueven estas corrientes, que el populismo y la posverdad son movimientos sociales resultado de decisiones individuales. Poco aprecio se ha hecho sin embargo de las informaciones que llegaban del Reino Unido cuando lo del referéndum de salida de la Unión Europea. Ciudadanos que reclamaban otra nueva consulta para rectificar su voto con el argumento de que, deseando continuar en Europa pero enfadados por algún otro motivo con su gobierno al tiempo que convencidos del resultado previsto en los pronósticos, habían votado a favor de la salida. Algo así como aquello que se contaba del recluta, que, enfadado con sus mandos por un castigo que creía no haber merecido, dejó de cenar con el argumento de que “se fastidie el capitán”. El dislate de no medir las consecuencias.

Publicado el día 13 de enero de 2017

Los dueños de las fiestas

       La imagen que en principio proyectan las que genéricamente podemos llamar ferias y fiestas difiere en mucho de lo que encierran en su seno y en su sentido. Como ya se ha recordado en otra ocasión, en un cuento de d. Juan Manuel se narra que había en Córdoba un rey moro llamado Alhakem que solo se ocupaba de “comer, folgar et estar en su casa vicioso”. De la misma forma que de Juan II decía Fernán P. de Guzmán, que nunca fue “industrioso ni diligente en la gobernación de su reyno”. Cuentecillos que contraponen las obligaciones del trabajo a la holganza, mientras que, por ejemplo, en el imperio romano, “había un tiempo para cada cosa y el placer no era menos legítimo que la virtud”, asegura Paul Veyne, en este caso con la incompatibilidad entre la virtud y el placer, por la declaración implícita de que este pueda encerrar modales virtuosos.
        En estas y otras incontables referencias puede apreciarse el trasfondo ideológico que las ferias y fiestas, las diversiones en general, arrastran. Porque, no siendo estas actividades y prestezas un fleco marginal en la vida del hombre sino una parte esencial de su naturaleza y de su existencia, ofrecen un interés extremo a todos los poderes que, a la vista de sus ventajas y beneficios, se esfuerzan en ejercer su dominio. Mientras simulan un ambiente suave, son un terreno muy propicio para sufrir controles, sobre todo de conciencia.
      A lo largo de toda la historia y todas las civilizaciones, los poderes públicos civiles y los eclesiásticos, en armonía en determinadas ocasiones, han intentado controlar los ritos de celebración. En nuestro país, en los últimos siglos, ha sido notorio el poderío que han tratado de ejercer, en especial de las comedias (sobre lo que hay una pasmosa literatura de datos), incluso aplicando el tribunal de la Inquisición. Como dice el discreto Domínguez Ortiz, “manejando el entenebrecimiento del horizonte vital y un concepto apocalíptico del mundo favorecido por eclesiásticos más celosos que discretos, que veían pecados en las más inocentes ocasiones de diversión, bien secundados por miembros de las oligarquías urbanas dueños de los municipios y partícipes de sus ideas”. Como el ridículo y casi estrafalario intento sobre el Halloween y, en estos días, tratando de imponer una única lectura de la Navidad en lugar de dejar que cada uno cree la suya propia: religiosa, solidaria o consumista. Como desee.

Publicado el día 6 de enero de 2017