El poder social de las emociones

         Los lectores de Pío Baroja recordarán la escena de “Paradox, rey” en la que este trata de convencer a un grupo a que le sigan en una rebelión, sin tener demasiado éxito en su proclama. Es entonces cuando le interrumpe un miembro de su equipo: “Mi querido Paradox, creo que se pierde usted en un laberinto filosófico-político-religioso. Déjeme que intente yo arengar a las masas”. Y entonces es cuando empieza la conocida retahíla de “¿Os gustan las habichuelas?, ¿y el buen tocino?” ... que acaba por convencer a los indecisos.
         Dice John Galbraith que en el mundo hay tres poderes, cada uno de los cuales se apoya en un sistema específico. El poder condigno se obtiene mediante las amenazas al sujeto; el poder compensatorio, por el contrario, obtiene la sumisión mediante recompensas; y el tercero, al que llama condicionado, es el que se sustenta en el convencimiento, en la creencia, a través de la persuasión. Y si los dos primeros pueden parecer una transacción (en definitiva, el yo te doy, tú me das) el último recoge una categoría especial. Consigue el poder o manda aquel que convence al grupo (ya sea una nación, un Estado o un grupo de amigos o vecinos) mediante un sistema natural. Quienes se hallan sometidos lo pueden vivir hasta sin darse cuenta, tal es la capacidad de seducción que en ocasiones produce, aunque por lo general es una supremacía entendida y aceptada a la que puede aplicarse incluso el “efecto halo”, que consiste en que, si nos gusta una persona, sobre todo por su aspecto físico, tendemos a calificarle con características favorables a pesar de que no dispongamos de mucha información sobre ella. Es un poder que se vive y sustenta subjetivamente.
          Pero ¿cuál es el camino para esa creencia que lleva a aceptar el feudo como algo propio y casi espontáneo? ¿Cómo se llega a ese estado anímico? ¿Es el laberinto filosófico-político-religioso o son las habichuelas? ¿Qué nos empuja de manera natural y casi automática a aceptar la dependencia de otro, la razón o los sentimientos y emociones, es decir, la vida afectiva? La respuesta, aunque no guste a muchos que tienen una alta opinión de sí mismos, es que es esta última la definitiva. De ahí el poder social de las emociones, el tremendo y terrible poder. Aunque no lo parezca, no es la razón ni las razones quienes marcan el camino. Y de aquí deriva el número tan considerable de problemas que hay en la convivencia.

Publicado el día 24 de noviembre de 2017

De premios y castigos

         La manida propuesta de que a los ciudadanos se podría, y tal vez debería, otorgarle un carné de buena vecindad cuando se compruebe que cumple con todos sus deberes colectivos es una idea con la que juegan algunas a lo más biempensantes. El aparato de todos los Estados y también las instituciones funciona con una concepción judaica o bíblica del hombre como sujeto caído, que, en cuanto nos descuidemos ya empieza a hacer dislates y en esas condiciones necesita de redención y de extrema vigilancia. (Lo que se demuestra en que no hay disposición, moderna o antigua en algún lugar del mundo, que, en el desarrollo de su articulado, en lugar del consabido rosario de sanciones para los incumplidores, ofrezca únicamente premios para quienes se comporten de acuerdo a lo ordenado). Pero, como aun así sigue desobedeciendo, el ciclo se cierra con el castigo y la amenaza del mismo. De ahí la sugerencia de quienes se consideran a sí mismos como buena gente o porque consideran que sería estimulantes, de vez en cuando hablan de ese documento que acreditara la bonhomía.
      Carné o no, lo que sí ocurre es que hay multitud de instituciones de toda índole que gustan destacar a determinadas personas con premios y distinciones. Algún socarrón diría que entre tanto premio poca gente debe quedar sin tener, al menos, alguna mención honorífica por hacer bien una tortilla o saberse con precisión el himno del equipo. Bromas aparte, lo que hay que considerar más en serio es el listado de premios que las Administraciones Públicas (hacer de su capa un sayo en un asunto privado es otra cosa), en su afán de exhibir su poder, adjudican sin ton ni son. Y ahí está el abuso. Porque los procedimientos que utilizan son esencialmente discriminatorios pues marginan a tantos ciudadanos que los merecen, puede que más, y sólo hay publicidad en los resultados. Seleccionar, por ejemplo, a unas docenas de personas para un premio nacional al mérito en el trabajo puede ser tachado desde candidez a un descoco inaudito. Y los otorgados con motivo de las fiestas locales o autonómicas: serán personajes extraordinarios, pero ¿de una raza superior?
       La venganza popular es que a nadie interesan, salvo a los seleccionados. Mas, para compensar el desequilibrio, las autoridades podrían establecer también unos castigos. Al estilo de la Lotería en Babilonia de Borges. Lo malo es que eso sería darle muchas pistas al demonio.

Publicado el día 17 de noviembre de 2017

Un astrónomo de cabecera

     Por lo general no hay semana, incluso a veces días, en que no aparezca alguna información de interés que podríamos llamar cósmica, cosmológica o planetaria, algo referido a descubrimientos que se van haciendo en el cosmos y a leyes y modos de comportamiento del Universo en que estamos. Ayer, antes de ayer, la última quincena… todos esos momentos están llenos, a nivel periodístico, es decir, de divulgación, de datos que los astrónomos y astrofísicos, por citar algunas especialidades, tratan de colocar en lugar preferente en el dietario del mundo. Lo último aparecido, cuenta Javier Sampedro, son los trabajos que sobre la mecánica cuántica están haciendo los chinos, de manera que “en cinco o diez años esperan estar listos para iniciar una red global de comunicación cuántica. Van en serio, y lo están haciendo genial” y, aunque a cualquiera de nosotros, no experto en la alta física, todos estos conceptos nos suenen a chino (nunca mejor dicho) son avances científicos de muy alto nivel para el mejor conocimiento de nuestra realidad y la del universo que, a fin de cuentas, es lo que importa.
         Hace casi un siglo un filósofo alemán, hoy más bien olvidado, Max Scheler, lanzaba una interpelación decisiva sobre lo que nosotros, los humanos, representamos en el universo (“El puesto del hombre en el cosmos”, se titula el trabajo) y, aunque su respuesta no tiene al día de hoy demasiada actualidad, la pregunta sigue vigente, entre otros motivos porque ni se ha encontrado la respuesta y casi no hay ni pistas sobre cómo aclarar el asunto. Cuando en cualquier manual específico leemos que en nuestro Universo (sin contar con los poliuniversos) hay un sinnúmero de galaxias, la cuestión de qué representamos nosotros queda como ridícula y nimia. Dentro de lo real, ¿qué significa la especie humana? En una imagen plástica alguien ha dicho que por qué no puede nuestro universo ser una célula pequeñísima del estómago de algún ser de tamañas proporciones. ¿Cómo saber sin más de nosotros mismos?
     ¿Diría alguien que la profesión de futuro será entonces la de astrónomo, según vaya abriéndose paso hacia el Universo la ciencia, en definitiva, los humanos, los de Cromañón, aquellos que salimos de África hace unos 100.000 años? Pues, si las cosas van a ir por ese camino, ya deberíamos estar cada uno de nosotros buscándonos nuestro astrónomo de cabecera. Y no hay nada de broma en esta reflexión.

Publicado el día 10 de noviembre de 2017

Problemas en lo que se dice

        En las emisoras de radio se publicita una empresa con el argumento de que ella “no hace como las demás” de su ramo, sus competidoras, que se dedican más a la publicidad que a cumplir correctamente con su tarea profesional, cosa que la empresa protagonista asegura en su anuncio que no hace. Es decir, publicita que ella no se dedica a hacer publicidad, lo que acaba resultando una curiosa argumentación pues lleva a cabo precisamente lo que dice que no hace, apoyándose en el término dedicarse. Hacer lo que se dice que no se hace, utilizándolo como tesis para probar que no se hace lo que se dice, es una inteligente forma de competir en el debate de las ideas y, al tiempo, el manejo de un viejo sistema de confrontación dialéctica basada en una incongruencia argumental y que puede ser tachada de sofística. (Otra cosa son los resultados económicos y empresariales, si esa forma de hacer anuncios pueda ser interesante, un asunto ajeno a esta reflexión, que es exclusivamente lingüística).

        Hablar de cómo manejamos el lenguaje en nuestra vida diaria y cómo lo usamos con una u otra finalidad es una tarea de cada día que no podemos ni debemos obviar porque, a fin de cuentas, el lenguaje y la palabra constituyen casi todo lo que somos como personas. Y de ahí la necesidad de estar pendiente de cada giro lingüístico, de cada expresión. En la Edad Media, por citar un ejemplo al azar, allá por el siglo XI más o menos, pasaba lo mismo. También entonces había quienes pensaban y creían en la importancia del habla, de tal manera que hubo más de uno que estimaba que quienes se apoyaban para hacer ciencia y filosofía en el lenguaje se pasaban de listos, que, de tanto estar pendientes de la dialéctica y de la retórica, se olvidaban de otras cosas mucho más importantes, como de la teología. Y así surgieron los que se podrían llamar dos partidos, el de los dialécticos y el de los teólogos.

        Los juegos de palabras son posibles por la flexibilidad casi infinita que encierra el lenguaje, y la cosa llega a tales niveles que la precisión en el habla resulta de lo más complicado. Y cómo en tantas ocasiones una cosa es lo que nos dicen y otra lo que escuchamos. Por ello cuando nos quejamos de discursos que nos llegan llenos de trampas lógicas, conviene que seamos conscientes de que es más difícil construir una frase exacta, hablar bien, que hacerlo mal. Por mucha buena voluntad que se ponga.

Publicado el día 3 de noviembre de 2017