El mundo y sus demonios

         Es probable que a más de uno le suene el título de esta columna. Se trata, en efecto, de el del libro de Carl Sagan, publicado en 1995, que intenta explicar el método científico al ciudadano corriente, anima a los lectores a utilizar el pensamiento crítico o escéptico y le muestra estrategias que le pueden permitir separar el grano de la paja, es decir, la afirmación científica de la falsa y adulterada. “Si se llegara a entender ampliamente que cualquier afirmación de conocimiento exige las pruebas pertinentes para ser aceptada, no habría lugar para la pseudociencia. Pero, en la cultura popular, prevalece una especie de ley de Gresham según la cual la mala ciencia produce buenos resultados”. Ley que asegura que, cuando en un país circulan simultáneamente dos tipos de monedas de curso legal y una de ellas es considerada por el público como "buena" y la otra como "mala", la moneda mala siempre expulsa del mercado a la buena. Es una manera de decir que la gente guarda lo bueno para mayor garantía, mientras que lo malo es lo que da en todas partes y así domina el mercado.
      Lo terrible de esta situación que denuncia Sagan es ver cómo la pseudociencia copa determinados terrenos societarios y sociales, engañando a los incautos mientras les estruja su mente y su bolsillo. Si hay un ámbito falso, ahora que está de moda lo de la posverdad, es éste del gran fraude relacionado con la ciencia. Y lo más lamentable es la promoción popular que, de manera cínica y despreciable, lleva a cabo cierta televisión pública, con una actitud que debiera ser penada con gran firmeza.
    Como contrapunto a los premios Nobel, se crearon hace unos años los “Nobel alternativos” o “Ignobel”, galardones que premian investigaciones curiosas o disparatadas pero que acaban teniendo un sentido profundo que, a primera vista, no se descubre. “Primero reír, luego pensar”. El año 2013 lo fueron, entre otros, dos descubrimientos relacionados entre sí. El primero sostiene que, cuanto más tiempo lleve una vaca tumbada, más probable es que se levante pronto, mientras que el segundo que, una vez levantada la vaca, no es fácil predecir cuándo se tumbará otra vez. Recuerda Sagan a este respecto la afirmación de Hipócrates: “Los hombres creen que la epilepsia es divina meramente porque no la pueden entender. Pero si llamasen divino a todo lo que no pueden entender, habría una infinidad de cosas divinas”. Así es.

Publicado el día 29 de septiembre de 2017

La pequeña rendija

       Cuando tratamos de calificar este período en que nos ha tocado vivir, en demasiadas ocasiones caemos en el juicio más repetido y asequible de que andamos en tiempos de incertidumbre, en tiempos revueltos, con las angustias y los miedos que nos atenazan en cada esquina. Tenemos la sensación de que falta consistencia a las certidumbres, que por tanto ya no lo son tales, y de que, en cuanto a las referencias que dirigen nuestra vida, valen muchas respuestas. Es la multiplicidad que se originó en un movimiento universal de pensamiento, de culturas y de creencias que algunos definieron como pensamiento débil. Siempre el ser humano ha sido frágil y su existencia ha estado pendiente de un hilo (los “efímeros” nos llama Esquilo) pero una cosa es el destino individual y el riesgo personal y otra, la cuna en que se mece la interpretación del mundo, la doctrina. Haciendo un muy discutible ejercicio de simplificación, en la Edad Media, por ejemplo, había una explicación suprema que no sólo daba sentido a lo que era sino también a lo que debía ser.. Hasta éramos el centro del universo.
        A día de hoy se puede decir que la mayoría de la gente anda a cuestas con sus dudas y vacilaciones. La inmensa variedad de opciones en todos los ámbitos (cultural, económico, social, religioso… y hasta deportivo) de que hoy disponemos sí que puede señalarse como una descripción de esta época. Por ello las predicciones del futuro están tan abiertas y nos hacen temblar quizá más de la cuenta. Precisamente por esta complejidad algunos científicos llaman caos al diseño del futuro. Y hacer predicciones sobre la orientación de lo que puede pasar es prácticamente imposible.
     Hay sin embargo una pequeña rendija mediante la cual podemos influir en lo que ocurrirá. Es lo que llaman los manuales “nivel dos de caos” y son esos casos en los que la intervención humana puede condicionar el futuro: Si hacemos un programa informático mediante el cual aseguramos que el precio del petróleo mañana será de 100 euros, esta aseveración modificará en el acto la cotización de hoy subiendo o bajando el precio, es uno de los ejemplos que utilizan los que saben de estas cosas. Pero lamentablemente no ocurrirá lo mismo si las predicciones se utilizan para el tiempo que hará mañana, aquí en nada podemos influir: “nivel uno de caos”. En casos como estos “la propia realidad te va a contestar”, dice el cómico latino Plauto.

Publicado el día 22 de septiembre de 2017

Una perniciosa confusión

         Por más que nos extorsionen y nos rompan los bellos discursos que hacemos en tantas ocasiones, es preferible no seguir a los agüeros y atenerse a los hechos, que son los que marcan la realidad, lo que realmente ocurre y es. Lo advierte nuestro cordobés Juan de Mena y lo comenta Sánchez Ferlosio diciendo que los agüeros tienen un elemento de simbolismo y no de existencia, lo que nos lleva casi indefectiblemente al error y a la confusión. Manejarnos con criterios de deber-ser para entender lo que ocurre a nuestro alrededor, confundiendo la utopía como propósito final con los hechos, es un grave y pernicioso extravío impropio de seres inteligentes. Y que nos ha traído, y aún nos está trayendo hoy mismo, tantas desgracias y tan terribles sinsabores.
       Los libros que narran y analizan el proceso de Galileo son suficientemente explícitos para mostrar este juego de dislate. Sabido es cómo, en el fondo, lo que al sabio le creó los problemas fue asegurar que, a través del telescopio, había visto los que hoy llamamos los cuatro grandes satélites de Júpiter: una visión de la realidad que resquebrajaba el orden lógico y mental del universo, rompía lo que debía ser y lo sustituía con lo que realmente es. En la discusión, el filósofo, su contradictor, argumenta que debe preguntarse si son necesarias esas estrellas ya que el universo, tal como lo describe Aristóteles, es de tal orden y belleza que deberíamos dudar si romper esa armonía (con esas estrellas). ¡Razones, señor Galileo, razones! Pero el científico espera que, como único procedimiento de comprobación, se asome al telescopio y los vea. Verlos y no razones es lo que importa. “Como los cielos no pueden no ser perfectos, es imposible que existan esos satélites”, era el argumento racional de quienes querían agarrarse al deber ser, a lo que nuestra ensoñación en tantas ocasiones nos engaña.
       Son tantos los agüeros de significación que nos envuelven y nos torean que es fácil caer en la trampa del ingenuo, que, envuelta en papel de ilusión, acaba siendo en muchos casos propia del malicioso. No son razones (agüeros) sino hechos los que deben guiar nuestra interpretación de la vida y nuestra conducta. Otra cosa son los propósitos de futuro. Claro que aquí, por seguir con Ferlosio citando a don Jacinto: La “lucha final” y la “nueva era” son de esos grandiosos y clamorosos embelecos de los que no ha escarmentado nunca nadie.

Publicado el día 15 de septiembre de 2017