Se dice y se quiere decir

        Áyax era uno de los grandes héroes griegos que participaron en la guerra de Troya. Tanto destacaba su fama de valeroso que le hacía ser considerado el segundo más bravo después de Aquiles. Muerto este, se planteó entre los gerifaltes helenos quién debía heredar su maravillosa armadura hecha nada menos que por el dios Hefesto. Áyax estaba seguro de merecerla y de conseguirla pero la votación de los principales se la adjudicó al astuto Ulises. Nuestro héroe, lleno de cólera y herido en su orgullo guerrero, decide vengarse y dar muerte a los jefes responsables. Es entonces cuando la diosa Atenea nubla su mente y le introduce el delirio en su espíritu provocándole figuraciones de manera que, mientras piensa y cree que su brazo se está teñiendo con la sangre de sus víctimas, en realidad está haciendo una carnicería en borregos y bueyes a los que confunde con los famosos guerreros griegos.
         Si Miguel de Cervantes conocía o no este episodio de la tragedia de Sófocles, es un asunto para los estudiosos cervantistas pero los lectores de El Quijote recordarán una escena de parecido contenido y significado. “En estos coloquios iban don Quijote y su escudero cuando vio don Quijote que por el camino que iban venía hacía ellos una grande y espesa polvareda… Y has de saber, Sancho, que este que viene por nuestra frente le conduce y guía el grande emperador Alifanfarón, señor de la grande isla Trapobana; este otro que a mis espaldas marcha es el de su enemigo el rey de los garamantas, Pentapolín del Arremangado Brazo… ¿No oyes el relinchar de los caballos, el tocar de los clarines, el ruido de los atambores? —No oigo otra cosa —respondió Sancho—, sino muchos balidos de ovejas y carneros. Y así era la verdad, porque los que ya llegaban cerca eran dos rebaños…
         Héroes por ovejas y ovejas por héroes. Temible y provocante confusión que, en un caso, origina una causa exógena, la diosa Atenea, y en otro, endógena, la propia demencia pero que en definitiva se muestra cómo nos atormentamos por las opiniones que se forman sobre las cosas más que por las cosas mismas, como asegura Montaigne. La eterna paradoja de lo que se dice y se quiere decir, de lo que se manifiesta en las palabras y las intenciones que estas ocultan. En una ínsula literaria la incierta línea que separa la ficción de la realidad, los rebaños de los ejércitos. Y esto, tanto en lo vulgar y prosaico como en lo solemne.

Publicado el día 26 de agosto de 2016

El problema es la ignorancia

       Los amigos de crucigramas y pasatiempos suelen ver de vez en cuando esta pregunta: Nombre de un filósofo que dijo “solo sé que no sé nada”, dando después como respuesta la conocida de Sócrates. Es esta anécdota el ejemplo de cómo un pensador ha pasado a la historia popular sin haber escrito una sola letra y citado con un solo pensamiento, que acaba siendo un aparente oxímoron, es decir, una frase aparentemente contradictoria. Naturalmente Sócrates, como bien saben los estudiosos, es muchísimo más, hasta el punto de que su doctrina, expresada a través de sus discípulos, especialmente Platón, es uno de los soportes conceptuales de nuestra cultura occidental. De todas formas esta expresión “crucigramera” tiene más pedigrí del que a primera vista pudiera parecer. Representa lo que los filósofos llaman la docta ignorancia.
       Estaba Sócrates en un trance casi imposible, tratando de defenderse con toda dignidad, ante el Consejo ateniense de los Quinientos, un tribunal integrado por ese número de ciudadanos de Atenas elegidos por sorteo, cuando se le ocurrió recodar el suceso de su amigo Querefonte. Había sucedido que este le había preguntado a la Pitonisa si había alguien más sabio que nuestro hombre y esta había respondido que Sócrates era el más sabio de todos los hombres. Las consecuencias procesales de traer a colación este reconocimiento ya se pueden suponer (360 apoyaron su muerte frente a 141) pero lo que importa aquí es resaltar que esa ignorancia no es la del desconocimiento que todos tenemos de tantas cosas. Ese no saber es una disposición inteligente a acoger la verdad desde la confesión de nuestra inocencia, una ignorancia sabia. Estar abiertos a aprender, evitando la terquedad.
      Cuando personajes, más o menos públicos, acuden al mercado de ideas aportando simplezas o desabrimientos, de los que hay tantos ejemplos similares en unas y otras trincheras, lo que ponen de manifiesto es su ignorancia, tan extrema como la de Metrodoro de Quío al que se le atribuye lo de “ni siquiera sé si no sé nada”. Ignorancia es, a juicio del refranero, todo a tropel, aseverar o temer. Y el antropólogo Theodore Zeldin asegura que hay muchos prejuicios que son una forma de fanatismo. Los clásicos hablaban incluso, a cuentas de la intolerancia, de un desconocimiento culpable con sentido moralista. Pero todo este viscoso mundo de ignorancia se desbloquearía si esta fuese docta.

Publicado el día 19 de agosto de 2016

Las cabañuelas y la izquierda

         Nunca fue fácil al hombre de cromañón predecir el comportamiento meteorológico de la naturaleza. Que se lo digan si no a los componentes de un prestigioso instituto que anunció allá por el mes de junio que este año no íbamos a tener olas de calor. Pues, siendo esto así ahora, ya podemos imaginar cómo de complejo sería hacer esta función cuando el “Gran creciente fértil”, cuando encontró procedimientos para manejar las cosechas, domesticar los animales y hacerse sedentario, hace unos 10.000 años, al decrecer los fríos de la última glaciación. Lo que llamamos el Neolítico.
        Entonces, tratando de conocer de antemano los caprichos de la naturaleza, empieza una historia la mar de curiosa y atractiva. Porque, como siempre ante la solución de un gran problema, había dos posturas, dos partidos, dos posiciones ideológicas. El de los inmovilistas insistía en que los métodos para hacer tales averiguaciones debían ser los de siempre, los heredados de los mayores. Habrá que mirar, decían, el estado de las vísceras de los animales muertos, el patear de las gallinas… Aunque parezca extraño, Montaigne cuenta que hubo un filósofo que defendió que hay aves que nacen sólo para servir a estos menesteres. Y luego buscar la piedad de los dioses, de quienes en última instancia dependía todo el tinglado, de lo que ya se encargaban los chamanes institucionalizando ritos propicios y controlando a la gente para que no cometiera fechorías, como por ejemplo sublevarse contra los jefes, que enfadaran a los inmortales.
       Mas la filosofía se inició cuando el hombre comenzó a irse liberando de las patrañas (dicho cariñosamente) de los mitos y usó la razón como forma de interpretar el mundo. Y, aunque todavía el camino por recorrer es largo e intrincado, positivos son los pasos que puedan irse dando. En el debate de los antiguos, frente a los conservadores empecinados en mantener los viejos sistemas, apareció otro grupo, que hoy llamaríamos progresista y de izquierdas que decidió introducir la razón a la hora de predecir el comportamiento climatológico de la naturaleza: observemos la realidad y, aunque con limitaciones, tratemos de sacar conclusiones a partir de la experiencia y el razonamiento, hagamos ciencia natural. Y así surgieron las cabañuelas. A día de hoy valen en cuanto justifican comportamientos estables de la naturaleza, aunque su causa pueda ser de momento absolutamente desconocida.

Publicado el día 12 de agosto de 2016

Aristóteles en los Juegos Olímpicos

        Aunque con estos calores hablar de Aristóteles pueda dar la impresión de que aumentan la temperatura y los sudores, parece obligado, dados los graves afanes que se están negociando en el ágora, en la plaza pública, evocar a quien fue luz y guía durante siglos y generaciones. Y no se crea que en esta columna se quieren recordar asuntos principales en los que anda el personal porque, por una parte, comentaristas de lujo los tratan a menudo y siempre con sabiduría y, por otra, no queda muy claro si en verdad se negocia o se está haciendo eso que los catetos llamamos teatro y los modernos, con un anglicismo estúpido por innecesario, “flashmob”. Sea lo que fuere, que allá cada cual, también fuera de nuestro país, en el día de hoy, acontecen episodios muy dignos de destacarse, que deberían pasar a la “Historia universal de la infamia” que Jorge Luís Borges se ocupó de recoger. En Nicaragua los jueces amigos de Ortega expulsan del parlamento a todos los opositores y él nombra a su mujer candidata a vicepresidente. En Venezuela, Maduro, además de mandar a los funcionarios a cavar en el campo, declara en desacato al parlamento y le retira todos los fondos. Y en Turquía ya nadie sabe quién dio el golpe, incluso si lo hubo.
     Pero la vida y el mundo están llenos estos días de otras informaciones que pueden descargar el ánimo y que percibe el paladar o sexto sentido (de que hablan personas tan lejanas como “La Perrata” o Ernest Jüger) y que sería torpe dejar a un lado. Como esa explosión de vida de los Juegos Olímpicos. Abre uno los medios de comunicación y se encuentra con que el C. O. I. está repartiendo entre los atletas 450.000 condones, 100.000 preservativos femeninos y 175.000 botes de lubricante. ¿Serán muchos? Ya por ejemplo en Sidney, en el año 2000, se repartieron 70.000 que hubo que implementar con otros tantos; en los anteriores, Londres 2012, se llegó de entrada a 150.000; y esta vez los organizadores no se han andado con chiquitas y, para los 17 días que dura la competición, reparte 42 por atleta (a los que naturalmente habría que sumar los de la pareja).
         Y a todo esto ¿qué pasó con Aristóteles? Pues que reflexionando escribe lo de que el bien es aquello a que tienden todas las cosas pero que, habiendo diversos tipos de fines, cabe preguntarse cuál es el que abarca a todos y este es sin duda el bien principal, que es la felicidad. Pues habrá que disfrutarla.

Publicado el día 5 de agosto de 2016