Si pactar es posible

       Cavilando un poco, podemos plantearnos dudas teóricas sobre cuál sea la legitimidad de que disponen los partidos para adaptar sus programas con ocasión de un pacto con otra fuerza política. Dudas, si uno se atiene literalmente al proceso estricto. Dudas sobre las derivaciones morales, doctrinales, sociales y, al menos, políticas.
       En unas elecciones A, más o menos convencido (que el efecto de certeza aquí no importa) ha votado a P1, B lo ha hecho a P2 y C se ha inclinado por P3. Ello ha ocurrido así porque cada P tiene su propio programa ideológico, es decir, su visión y su interpretación de la realidad y, en consecuencia, ha ofertado en los comicios una relación de acciones y actuaciones acordes a esa su identidad que han parecido conformes a cada uno respectivamente. Tomada la decisión, la preferencia por una determinada propuesta queda confirmada formal y legalmente en el momento de la votación, en el que se crea un vínculo, al menos político, entre A y P1, y asimismo respectivamente en todos los demás casos. La cuestión es entonces averiguar de qué naturaleza es ese vínculo que ha surgido de la confluencia de una oferta y una demanda para examinar y reconocer qué alcance, consecuencias y prerrogativas acarrea. La averiguación no es bizantina sino que resulta muy apremiante. Porque, según se considere el valor de ese compromiso mutuo así formalizado, cada una de las partes contratantes conocerá los márgenes de que dispone para poder dar sentido al “principio de expectativa” pues, cerrado el trato ya irreversible, tanto A como B y C confían cada uno en que sus representantes elegidos sean ganadores y de esa manera dispongan de las condiciones para cumplir lo contenido en su oferta, es decir, que sus intereses puedan llevarse a cabo.
        Establecido el contrato entre A y P1, (como entre P2 y B, y P3 y C) éste podría exigir a A que cumpla la parte que le corresponde pero en el sistema convencional la exigencia surge en sentido inverso y así es A quien de hecho reclama a P1 que ejecute el pacto que ambos cerraron al depositar el voto. Naturalmente en los términos en que se entendió. Pero ello en ocasiones haría imposible la gobernanza de los asuntos públicos. ¿Incluir una variante en los programas electorales, estableciendo una línea roja? Porque si tanto P1 como P2 y P3 tienen que cumplir al pie de la letra con sus votantes, ¿qué se puede hacer? ¿No cavilar tanto?

Publicado el día 26 de febrero de 2016

Hablando de nuestra especie

      “Hoy, dice Juan Luís Arsuaga, nos hemos quedado solos. No hay ninguna especie animal que se parezca verdaderamente a la nuestra, que llamamos Cromañón, ya que somos únicos”. No había sido así antes cuando por el planeta Tierra andaban expandiéndose diversas especies en un tipo de proceso y compañía desde que de un antepasado común nos separamos de nuestros hermanos los chimpancés hace unos pocos millones de años. Con el último, hasta ahora, de esta serie, también humano e inteligente que se extinguió hace 40.000 años, el neandertal, se ha sabido estos días que mantuvimos relaciones prolongadas durante miles de años y en las que no faltaron encuentros sexuales e intercambio genético. Según han hecho público todos los medios de comunicación estos días, tras años de dudas y vacilaciones, un estudio ha revelado que hace 100.000 años los neandertales y los humanos modernos ya tenían hijos en común, unos 45.000 años antes que los primeros encuentros documentados hasta ahora. Ha sido la noticia científica del momento: la confirmación de estas relaciones de neandertal y nosotros.
       Este es uno de los avances más definitivos en el conocimiento de nuestra genealogía y por tanto de nosotros mismos. Pero ¿y el futuro? Sobre ello, las dos preguntas de las preguntas, que naturalmente haya gente a la que les puedan parecer quizá inquietantes, cabe expresarlas de una forma bastante simple y directa. La primera es así: Tras esta serie de especies que nos antecedieron (homo habilis, homo erectus…, etc.) y de cuyo proceso surgimos nosotros en una sucesión continuada de mejora, ¿hay alguna razón poderosa que nos lleve a pensar que la especie humana actual haya de ser la última de la serie, que tras nosotros, tras Cromañón, ya no venga otra y seamos nosotros los últimos y no uno más de la cadena de vaya usted a saber de larga?, ¿por qué había de ser así y seamos nosotros quienes cerremos el proceso evolutivo? La segunda hay quien la formula de esta manera: ¿se caracterizaría la especie que nos siguiera a continuación por haber sido creada y desarrollada por nosotros a través del uso de la tecnología?
        Para saber responder a estas demandas de futuro trabajan varios organismos en el mundo porque cabe la sospecha de que en verdad a nuestra especie, tal como la tenemos concebida, quizá le quede muy poco tiempo. Y no ya por aquello de los árboles y demás sino por causas más radicales.

Publicado el día 19 de febrero de 2016

Impecables e implacables

     Aunque, dichas así de corrido, estas dos palabras pueden confundir y formar casi un trabalenguas, si nos atenemos a lo que significan y representan vienen a ser como las dos caras de una misma moneda, como las dos perspectivas de una misma montaña, que diría Ortega y Gasset, en definitiva dos puntos de vista de una misma realidad. Y no porque sean sinónimas y signifiquen lo mismo sino porque estas dos cualidades casi siempre acaban coincidiendo y compartiendo territorio en la misma persona, en el mismo grupo. Bien es verdad, alguien podría objetar, que en principio no tendría por qué ocurrir esto pero así son las cosas y de esta forma las vivimos, especialmente cuando, como ahora, el patio está removido y se oyen voces potentes que incitan a la confusión. Quiérase o no, todo impecable acaba siendo implacable y de la misma manera los implacables se mueven y se justifican en su ser impecable.
         Hablando de estas cosas, Rafael del Águila, en uno de sus libros más clarividentes, explica la íntima relación que tienen los ciudadanos impecables con los implacables. Los primeros son aquellos ciudadanos que se consideran a sí mismos sumamente virtuosos, plenamente honestos y enemigos acérrimos y a muerte del vicio. Defienden que los grandes principios deben ser los que rijan la vida pública sin excepción alguna, caiga quien caiga y de modo absoluto, y, en consecuencia, andan por el mundo impelidos y obligados a ir dando lecciones de ejemplaridad a todo el que se encuentran por delante. Como en el fondo creen que la humanidad está llena de pecadores sin fin y que poco a poco se ha ido deteriorando la virtud, exigen la restauración de los orígenes y de ahí la urgencia de una purificación. Desconfiados de la capacidad humana, en el fondo arrastran un pesimismo radical y una tristeza encubierta en las buenas palabras que pronuncian. Exigen ordalías o juicios de Dios como quien reparte caramelos por la calle. Y esto es lo peor de sus actuaciones, que se convierten en implacables verdugos, de palabra o de hechos, y acaban lacerando la vida comunitaria y destruyendo la red social de afectos y cariños. Una verdadera calamidad pública.
        Es la sentencia de Sófocles cuando en Antígona (donde la protagonista exige el cadáver de su hermano que ha sido condenado a ser expuesto por una discutible tropelía) que la intransigencia es con mucho la más grande calamidad que asedia al hombre.

Publicado el día 12 de febrero de 2016

Otra visión de los resultados

        Hablando del resultado de las últimas elecciones generales se ha gestado una versión de lo acontecido casi unívoca: aunque pueda parecer un logaritmo de prácticamente imposible solución, esto es lo que hay, esto es lo que gente ha votado y que lo resuelvan los políticos que para eso están. Al fin y al cabo echarle las culpas de todo a los políticos no es solo un lugar común sino, en ocasiones, hasta una estrategia psíquica e ideológica para, culpando a otros, liberarnos de nuestras propias responsabilidades. Pero las elecciones son también una radiografía de lo que la sociedad es y no viene mal echar una ojeada a lo que han dicho.
       Y para reflexionar sobre lo que han opinado los españoles a través de su voto, podemos echar mano de una hoy teoría esencial, el de inteligencia colectiva. Dice Javier Sampedro que una hormiga no sabe geometría pero un hormiguero sí y que una colonia de abejas funciona como un buen termostato que mantiene constante la temperatura de la colmena, pese a que cada abeja individual es una perfecta incompetente para esa tarea, lo que quiere decir que en los animales sociales sí funciona ese sistema, la inteligencia colectiva. ¿Y en los humanos, en las agrupaciones o grupos humanos? La cosa está en discusión y, mientras hay quien cree que, por ejemplo, internet o la Wikipedia son un buen modelo, otros científicos no lo tienen tan claro. ¿Vale esto también para explicar los comportamientos colectivos de nuestra especie?
     Aplicándolo a los resultados de las elecciones, tanto si las agrupaciones humanas se comportan como inteligencias colectivas o, si por el contrario, no puede hablarse sino de coincidencias o discordancias de opiniones y pareceres de individuos, estamos ante una muy grave complejidad política. Si creemos en que somos una sociedad con inteligencia colectiva, se puede entender que formamos una ciudadanía, cuando menos, contradictoria, con graves tensiones internas de casi imposible encaje. Y, si echamos mano de la segunda hipótesis, que somos una sociedad desestructurada, cuyos integrantes van cada uno por su lado, con aspiraciones y valoraciones tan diversas ajenas a alguna coherencia interna. Mal síntoma, tanto por un camino como por otro. Algo habrá que hacer para resolver lo que el filósofo francés Foucault llama “la experiencia moral de la sinrazón”. Y, como se dice ahora, en ambos casos no sería malo que nos lo miráramos.

Publicado el día 5 de febrero de 2016