Matrimonios blancos

     De vez en cuando vemos en los medios de comunicación que los jueces y la policía han conseguido evitar lo que ha pasado a denominarse “matrimonios blancos” o “bodas blancas”, casamientos que se supone se llevan a cabo no por amor ni ayuda mutua sino con otros fines, y que suelen ser utilizados mayoritariamente por inmigrantes ilegales para salvar su situación. Para averiguar el posible engaño que se oculta tras un casorio, los funcionarios de Justicia utilizan sistemas y métodos para percatarse de si poseen los datos que se considera normalmente que debe conocer quien desea casarse con alguien.
    Planteado el asunto en estos términos de fullería y dolo, la actuación de las Administraciones Públicas parece razonable pero las cosas son mucho más complejas de lo que a primera vista pudiera parecer. De acuerdo que una boda llevada a cabo de esa forma y con esa finalidad es un engaño. Pero ¿acaso no lo es también cuando alguien se casa no por amor sino para dar lo que en términos familiares se llama un braguetazo? ¿Y cuándo se hace para que el joven frívolo asiente la cabeza en el regazo de una mujer que lo acepta, quizá por obediencia paterna? ¿Y cuándo es por haberse quedado preñada la mujer sin que exista entre la pareja ninguna vinculación ni afecto sino un encontronazo imprevisto entre personas que apenas se conocen? Y, como estas, valdría una larga relación de vaya usted a saber las razones por las que se casa la gente, que si unir dos herencias, ascender en la escala social, etc., etc.
      Los diversos motivos que llevan a una boda pueden ser casi infinitos y todos sabemos de más de un caso discutible. ¿Qué hacer en estos casos? ¿Se aplica la doctrina de las “bodas blancas”? La concepción del matrimonio, además, a lo largo de los siglos ha tenido variaciones suficientemente diferenciadas para que podamos hablar sin más precisión de él. Montaigne llega a decir, basándose en informes médicos de entonces que “un placer excesivamente apasionado, voluptuoso y asiduo adultera la semilla y dificulta la concepción”. Y cita nada menos que a Aristóteles cuando éste advierte que “es preciso querer a la mujer propia severa y prudentemente, no sea que asediándola con lascivia extrema, el placer la desplace de los linderos del corazón”. Y es que intervenir en asuntos de bodas y casamientos es algo muy peligroso. Porque también hay fraude en muchos besos de amor aparente.

Publicado el 18 de abril de 2014


Celebrar los triunfos

    Hay en el ámbito público de la política un comportamiento tan habitual y enraizado en las costumbres que pocas veces, acaso ninguna, ha sido indagado y mucho menos criticado. Parece tan natural y propio, que es difícil, de hecho prácticamente imposible, ponerlo en cuestión porque da la impresión de que pertenece al orden natural de las cosas, a lo que es la esencia de la vida y, siendo así, no es posible otra cosa. Se refiere esta observación a la manera en la que los candidatos y sus adláteres en las elecciones celebran el triunfo obtenido. El jolgorio, acompañado de besos, empujones, achuchones y demás expresiones forma una liturgia tan imprescindible que cualquiera preguntaría: ¿cómo es posible no celebrar una victoria así, después de haber ganado honestamente? Tanto que, si algún vencedor no acudiera a ese festín, dejaría con dos palmos de narices a sus votantes y hasta podría dejar un halo de sospecha… tan extraño como si alguien no fuera a su boda dando saltos de alegría o no festejase un ascenso. En la vida, así parece por lo menos, hay situaciones en las que no es posible no saltar de alegría. Y una de ellas es haber triunfado en unas elecciones.
     Pero a pesar de ello ¿no cabría preguntarse si este comportamiento es consecuente y apropiado? Porque no son las cosas tan claras si uno analiza toda la trama que hay detrás en esta operación. La clave está en la expresión: “hemos ganado”. Sí, “hemos ganado” dice quien ha obtenido más votos, y hemos conseguido el poder, que era de lo que se trataba. Conseguir el poder, he ahí el objetivo y la finalidad para la que se ha trabajado intensamente. Y ¿ahora qué?, cabe preguntarse. ¿Qué es eso de conseguir el poder?, ¿lograr las prebendas de la fuerza, auparse a los niveles de privilegio social, apoderarse de las hechuras de la sociedad, hacerse con los resortes reales de quien tiene la última palabra sobre personas y sobre bienes? ¿O acaso haber alcanzado ser los servidores públicos, especialmente de los más débiles?
     Si fuese esta última opción, mal se avienen las botellas de champán o los gestos rumbosos y ostentosos. No parecen adecuados tantos aspavientos cuando se ha obtenido la licencia de los ciudadanos para atenderles en sus problemas, mejorar sus condiciones de vida y servirles en sus necesidades, cuándo se ha convertido uno en servidor público. ¿O este discurso de “servicio público” es para despistar?

Publicado el día 11 de abril de 2014

Protocolo y poder

     Cuando hace miles de años nuestros antecesores y colegas de cromañón andaban aún desnudos, seguro que el líder del clan llevaba enganchado en la cabellera una pluma de ave que indicaba a amigos y a enemigos dos cosas: que él era el jefe, la fuente de las decisiones políticas, y, además, la persona más representativa del grupo. Luego vendrían los rituales y las ceremonias que iban acompañándole, acordes a su rango, el puesto a oficiar en las boatos grupales, y los sonidos y la música que habían de entonarse en su homenaje. Toda una parafernalia organizada en su honor, que nuestras actuales complejas sociedades han ido ampliando y complicando cada vez más. Ya los datos de las primeras civilizaciones muestran el andamiaje en torno al reconocimiento público del poder, cómo se instituían ritos y liturgias que dejasen claro quién y cómo mandaba. Desde las bodas entre los hijos del faraón o la orden de que la historia empieza a contarse desde el advenimiento al trono de cada emperador chino hasta los lictores, funcionarios públicos que durante el periodo republicano de la Roma clásica se encargaban de escoltar a los magistrados marchando delante de ellos, la relación de símbolos del poder es casi infinita. El rey de Méjico se cambiaba cuatro veces al día las vestiduras y nunca utilizaba la misma dos veces y todo el mundo sabe que el emperador de Japón, hasta el final de la Segunda Guerra mundial, era sagrado y el pueblo ni siquiera podía verle ni escucharle.

     El hecho es que hoy todos y cada uno hemos incorporado culturalmente determinada simbología del poder; que hay unas gramáticas de la autoridad que son “representaciones que muestran las formas de lo político”. Y el protocolo representa su escenografía, su externalización, absolutamente imprescindible. Si no hay protocolo, no hay poder. El protocolo es su expresión plástica, la manera teatral en la que se expresa. Nos quejamos ingenuamente del gasto público de los coches oficiales sin darnos cuenta de que su verdadero sentido es el de la pluma que llevaba el antepasado, la manera de dejar claro que el que va dentro (concejal, ministro, secretario o delegado) es jefe, tiene poder.

      (Otra cosa es sin embargo el protocolo de los que mandan de verdad, el punto irónico de que los verdaderos dueños del mundo ni llevan lictores ni coheteros aunque se casen entre ellos. Pero eso es el escarnio cruel de la historia).


Publicado el día 4 de abril de 2014