Ni trabuco ni puente

     Seguro que muchos andaluces desconocen que se hubiera producido un episodio, todo lo confuso que se quiera pero tiznado de aires de rompimiento de las relaciones políticas de unidad con la Monarquía española, una supuesta independencia de Andalucía. Es lo que se llama historiográficamente “la conspiración del duque de Medina-Sidonia” y, según las crónicas, con ella se trataba de preparar un plan para sublevar Andalucía, proyecto en el que se contaría con el apoyo de Portugal y con la colaboración de las flotas de Francia y Holanda. Y mientras Domínguez Ortiz tiene sus dudas sobre que existiera realmente un plan seriamente diseñado, acepta la opinión de autores como John H. Elliott que dice que el propósito podía haber instalado al referido duque “en el trono de una Andalucía independiente”. El episodio ocurrió en el siglo XVII, 1640, reinando Felipe IV, en un momento muy significativo en el que se dieron otras revoluciones y revueltas en la monarquía española: Cataluña en 1640 con “La guerra de los Segadores”; Portugal, que acabó obteniendo la independencia; los Países Bajos, que también la consiguieron; o Nápoles y Sicilia… Lo cierto es que, como la conspiración fue descubierta antes de que los protagonistas entraran en acción, no se pudo averiguar la verdad de la verdad.
     ¿Andalucía, independiente de España? A diferencia de otros contextos, la fiesta de Andalucía no ha incorporado reclamación alguna, más allá de encajar en el grupo de las autonomías principales, provecho conseguido por voluntad popular.
     Más aún, a día de hoy, resulta lamentable el escapismo institucional que se prodiga sobre la festividad de Andalucía, sobre el llamado pomposamente “Día de Andalucía”. Escapismo puro y duro tal como lo entiende el paisano de a pie y lo disfruta el urbano, apegado a los ritmos labores, que tiene la fortuna de poder aprovechar los resquicios del calendario. Dicho sin hipérbole: hay gente, andaluces, a quienes molesta que las autoridades hayan convertido el 28 de Febrero en la posibilidad de un simple “puente festivo”, anticipando su celebración lo suficiente para que no estorbe la vacación. Ni lo uno ni lo otro. Bien que se acuda con el trabuco por bandera pero si se cree en las cosas, se cree de verdad. Aquí, de acuerdo a los usos convencionales, es una fiesta como debe ser pero los agasajos institucionales ya se anticipan de manera calculada. Pues ya está.

Publicado el 28 de febrero de 2014

Cuidado con el rigor penal

      Hace unos años se publicó un libro, con bastante éxito poco frecuente en publicaciones de carácter científico, titulado “el gen egoísta”. Fue un texto que abrió horizontes novedosos en relación a un tema complejo por una parte y delicado por otro. En él se trata de buscar una explicación razonable y sólida al comportamiento, acostumbrado en muchas especies vivas, de lo que se llama el altruismo, es decir, la capacidad de dar la propia vida de uno por salvar la de otro, lo que va en contra del denominado tradicionalmente pero con escaso rigor el instinto de conservación. La tesis, de una alta complejidad pero que tiene ribetes bastante apropiados a muchas de las discusiones que están el debate público, que viene a defender Richard Dawkins, su autor, es que somos seres programados, en realidad “al igual que todos los demás animales, somos máquinas creadas por nuestros genes”, que son los que en realidad tienen el poder y el protagonismo en la búsqueda de su supervivencia y que son el sujeto que mueve la evolución.
     Una vieja y muy antigua pregunta que los seres humanos venimos haciéndonos desde hace muchos siglos, relacionada con estas reflexiones y que, aunque expresada de muchas maneras, tiene una formulación prácticamente clásica, es si el criminal nace o se hace, es decir, si somos producto como dice Dawkins de lo que nos ordena nuestra biología o hay margen para la autonomía personal, para lo que se llama la libertad del individuo y por consiguiente de su responsabilidad.
     Y no es algo baladí volver de nuevo a esta cuestión porque, aunque pueda parecer mentira, es muy preocupante la contradicción en que mucha gente cae cuando anda exigiendo cada vez medidas más duras, consistentes, e incluso definitivas, contra los que considera criminales incorregibles. Porque cuanto más firmemente se opta por esa exigencia, cuanto más se apuesta por la imposibilidad de recuperación de estas personas, sin darse cuenta, más se está cayendo en una doctrina o teoría de excepcional gravedad: en el fondo están manteniendo lo que niega nuestra libertad y la voluntariedad de nuestros actos, es decir, afirmando que somos máquinas genéticas que nos movemos tal como nos fuerza nuestra genética y no hay resquicio para nuestro albedrío. Y eso es andar un camino de negación de la ética y la moral, un asunto de especial gravedad y cuyo alcance y trascendencia parece innecesario apuntar.

Pulicado el 21 de febrero de 2014

El carnaval en Córdoba murió

    Desde hace un tiempo viene aconteciendo en Córdoba una peripecia pública, en principio sociopolítica, tan extraña y sorprendente que demanda una esmerada atención. Es un fenómeno mixto, de los que llaman de función de doble trayectoria. El caso es que la Municipalidad impide a la ciudadanía la celebración de una festividad, llamada “Domingo de Piñata”, con diversas denominaciones pero celebrado en todo el mundo y con una tradición de muchos siglos, al parecer por antagonismo con el calendario religioso católico. Un relato tan lineal que, aplicando el método antropológico del estructuralismo, Lévi Strauss diría que el hecho es idéntico a aquella escena tan ridícula, grotesca y melindrosa, que recordarán los mayores, en la que, mientras la televisión en blanco y negro traía los oficios religiosos de alguna catedral, se oía a cada rato la cantinela de: “niño, no cantes, no juegues, no hagas ruido, que estamos en Viernes Santo”. Una escena tan rancia, que desafina por sus sones y perfiles medievales.
    Parece que en un primer momento hubo unos carnavaleros, porque de Carnaval y carnavales se trata, que aceptaron el apremio, según atestiguan los rumores (¿a cambio de unos euros?), con lo que, tras deslegitimarse así, se trasformaron en agentes culturales organizadores de espectáculos públicos, una tarea de interés manifiesto pero del todo alejada del propósito carnavalero. Porque, como se sabe, aquí se trata de otra cosa que sería ocioso intentar definir y describir. Un carnaval mediatizado por el poder es, como dirían los filósofos utilizando el antiguo latín, una “contradictio in terminis”, una contradicción en su propia denominación, al ser precisamente una actividad cuya esencia, diríamos metafísica, está en la dialéctica con el poder, con todos los poderes. Un oxímoron como, por ejemplo, un instante eterno, una noche de sol o un carnaval controlado por el poder. Imposible entenderlo.
    Alguna prensa nacional ya se ha hecho eco de esta extraña anomalía y puede que hasta se transforme en “treding topic”. En todo caso, “desde el momento en que todo se reglamenta, hasta la diversión, siguiendo criterios políticos y concejiles, atendiendo a ideas de orden social, buen gusto, etc., etc., el Carnaval no puede ser más que una mezquina diversión de casino pretencioso. Todos sus encantos y turbulencias se acabaron. El Carnaval ha muerto”. Palabra de Julio Caro Baroja.

Publicado el 14 de febrero e 2014

Siempre en crisis

      Dice la historiadora Carmen Iglesias que todas las épocas le parecen mal a quien las vive. Da la impresión de que necesariamente el espíritu humano está obligado a tener una visión negativa y cruel del momento histórico en que le ha tocado vivir: "Una de las cosas que a mí más me impresionan, es que cojas la época que cojas, incluso algunas que te parecen brillantes, siempre encuentras que para los contemporáneos han sido catastróficas, están siempre al borde del fin del mundo". Y así se puede observar, desde Hesíodo -siglo VIII a.n.e.- hasta hoy, cómo no dejan de repetirse permanentemente el anuncio del caos inmediato y el pronóstico de que está a punto el final de la cultura y de la civilización, siempre con la frase ya tan pesada de que la culpa de la hecatombe está en "haberse perdido los principios en que debe sostenerse el hombre y la sociedad".
      Las razones que explican o justifican esta tentación, tan cómoda y facilitadora, van desde la conciencia tensionada que hay en cada uno de nosotros entre lo que son las cosas y la utopía de los mejores sueños hasta la manipulación que por intereses mercantiles o ideológicos hace toda clase de poder. Porque recurrir a esta explicación tiene efectos terapéuticos y tranquilizadores pues resulta desestabilizador cargar sobre uno el peso de la humanidad. Aunque criticar esta contingencia no significa necesariamente que lo contrario sea bueno y que haya que opinar como Leibniz, un filósofo moderno que aseguraba que había razones para pensar que este es el mejor mundo de los posibles, lo que resulta erróneo es la propia afirmación hecha como definitiva, tanto si se anuncia el fin del mundo como si se pronostica la llegada de la edad de oro.
    La valoración de la época que la lotería genética nos ha dado para vivir sigue adoleciendo de lo mismo y más aún cuando la coyuntura del momento solo invita al pesimismo. La angustia existencial de lo de cada día, el sufrimiento colectivo y las escasas perspectivas de optimismo sí que parecen justificar esta vez el convencimiento de estar en crisis. Lo asegura El Roto: ¡vamos bien! pero lo que no sabemos es a dónde. Es como lo del lobo: ¡ahora sí que ha llegado y de verdad! Lo que desconocemos es qué dirán de nosotros pasado el tiempo, si nos catalogarán también como afectados por el mismo síndrome o verán justificado nuestro veredicto. Claro que a nosotros ya nos dará lo mismo.

Publicado el 7 de febrero de 2014