¿Es útil para el pueblo ser engañado? (1)

      Como cuenta Miguel Catalán, en 1778, en una época en la que era una práctica frecuente, la Real Academia de Ciencias de Berlín, a instancias del monarca prusiano Federico II, convocó un concurso público de ideas filosóficas para contestar a esta pregunta: “¿Es útil para el pueblo ser engañado?”. Lo que planteaba la cuestión, que no tenía en principio ninguna vinculación con la doctrina del uso de la mentira como medio para mantenerse en el poder al estilo de Maquiavelo, era si “entre las acciones del buen gobernante se encuentra la de mentir al propio pueblo en su beneficio” por considerar que éste es ignorante, le basta para ser feliz mantenerse en sus supersticiones y no tiene ganas ni deseo de complicarse la vida. Es lo que se ha llamado la mentira política, “la noble mentira”. Cuarenta y dos trabajos acudieron a la convocatoria y el premio se dividió entre un defensor del “sí” y otro del “no”.
        La disparidad de respuestas muestra la división ideológica si bien es verdad que hasta ese momento de la historia había prevalecido el sí, es decir, había sido mayoritaria la posición que defendía que el gobernante tenía el derecho y la obligación de ejercer teniendo presente que para el beneficio y felicidad del pueblo había que ocultarle la auténtica verdad de las cosas, mantenerle como estaba. Platón, por ejemplo, desde una posición paternalista, defendía que, si los ciudadanos van a la guerra, “habrá que hablarles de cosas que les hagan ser valientes y ocultarles todos los peligros y tribulaciones que les amenazan”. “Es una posición elitista, asegura M. Catalán, basada en el convencimiento de que hay dos tipos de personas: quienes saben, que deben conducir a quienes no saben, en tanto estos deben limitarse a ser llevados sin protestar como lo haría la marinería de un barco”. Al fin y al cabo, decían, es lo mismo que hacen los dioses con nosotros, que nos ocultan nuestro destino, cuándo moriremos y qué nos deparará el futuro. Pues imitémosles y santas pascuas. Es la defensa de lo que se llama “la fe del carbonero”: creer a pie juntillas todo lo que dicen los dirigentes en razón de la autoridad de quien lo dice pero sin tener que entender nada.
       No todos pensaban así. Quienes defendían el “no” opinaban que no tiene sentido esa dualidad de personas y, al mismo tiempo, que en algunos casos era una excusa para mandar absolutamente. ¿Con qué nos quedamos en verdad?


Estaban instruyéndose


       Aunque sin apenas alboroto, hace unos días ha causado un cierto escándalo entre gentes de diversa posición e ideología la noticia de que algunos aforados habían sido sorprendidos en el parlamento autonómico de Madrid solazándose con el popular juego llamado “apalabrados”. Y ello mientras se discutía el asunto de la privatización de la sanidad (grave y tremenda cuestión que tiene encendida a casi toda la sociedad) y ardía el hervor de la discusión. El episodio no ha pasado a mayores y, que se sepa, no han sido amonestados por sus jefes políticos ni tampoco por la presidencia corporativa: podrían haber sido advertidos, por ejemplo, por falta de decoro o respeto a la institución o algún otro pecadillo parlamentario. Al final, todo ha quedado en el ritual y rutinario pedir perdón y nada más.
       Y es el caso que, analizando la escenografía social y política de la situación, todo ha transcurrido con normalidad. En lugar de estar montando bronca, uno de los entretenimientos ejemplarizantes de muchos de ellos, éstos estaban callados, sin molestar a nadie. Más aún, el juego que habían elegido era de una alta cualidad formativa. No estaban disipados sino formándose a través de un mayor dominio del lenguaje (¿no es esa el instrumento de trabajo de los políticos?) para el día en el que les pueda tocar a alguno de ellos la posibilidad de hablar, bien dentro del partido, bien del grupo parlamentario, bien en una sesión plenaria. Su optimismo le ha llevado a esperar que alguna vez tengan que exponer lo que piensan (o lo que les impongan los que dicen qué se ha de pensar) y se preparaban para esa oportunidad. No teniendo nada mejor que hacer, porque ellos solo representan un número que, cuando corresponde y en el sentido que se le indica, aprietan una clavija, dedicaban su tiempo libre a instruirse. 
       Es el sistema. Y no quieren modificarlo. "La opinión es libre, pero la lealtad al grupo que le ha acogido es obligada", se ha dicho. En España está decidido de antemano el resultado de las votaciones. Casi podrían votar los portavoces en nombre de todos los parlamentarios del grupo y estos no tendrían ni que asistir a los plenos. ¿Para qué? Pero el atranque asoma cuando se ha de determinar el sentido del voto. Y en ese trance supremo la decisión siempre viene de arriba, un régimen aristocratizante, tributario y feudal que chirría con los valores que dice defender. ¡Una calamidad!

El asno de Juan de Buridano


      Que la libertad consiste en poder elegir parece que es algo en lo que todo el mundo está de acuerdo. Así, sin más análisis ni matizaciones, habitualmente todos entendemos que es la libertad precisamente la capacidad de optar ante varias alternativas y también en poder decir que sí o que no a algo o ante algo que tenemos delante, que se nos ofrece. Incluso nos parece que cuantas más posibilidades se nos ofrezcan, mayor es el grado de libertad o, dicho de una manera más familiar, más libre somos. “Tener por patria el cielo abierto, el universo, y por ley la voluntad” es el reclamo de los contrabandistas en la ópera Carmen. Pero no nos engañemos tan fácilmente. Casi nada de esto es así y las cosas son mucho más complicadas y complejas de lo que a primera vista nos puede parecer. 
       Juan de Buridano fue un excelente profesor de filosofía en la Universidad de París al que se le atribuye una especie de chascarrillo, que por cierto no está en ninguno de sus escritos, para explicar que no es tan sencillo esto de la libertad ni tan fácil de explicar. Imaginemos, se cuenta que dijo, un asno o un burro que, muerto de hambre, se encontrara delante con dos montones de paja tan absolutamente idénticos que no tuviera ninguna razón, ninguna de ningún tipo, para inclinarse por uno o por otro. En ese caso ¿qué haría? El problema está en que, si es siempre el motivo más convincente el que dirige nuestra conducta, la existencia de varias opciones de idéntico peso, nos complica hasta el punto de que al final no seamos capaces de inclinarnos por una posibilidad o por otra. ¿A cuanta gente le ha pasado que, no sabiendo a qué película asistir, ha acabado por no ir al cine? En el ejemplo algunos piensan que el animal se moriría de hambre.
       La anécdota ilustra suficientemente el problema estructural a que han llegado las llamadas sociedades modernas y desarrolladas. Por el afán de acaparar, de aumentar progresivamente la riqueza y los medios fuera de todo control racional, se han transformado en insultantemente excesivas, llevando sobreabundancia para cada vez menos gente y generando una quiebra social como nunca se ha visto en la historia y que hoy estamos sufriendo casi al límite. Ese “cada vez más”, que aparenta más libertad y más opciones, está ahogando a demasiados pudientes al tiempo que aumenta hasta lo intolerable el número de menesterosos a lo que no les llega nada de nada.

Un curioso ejemplo


      Menuda tuvieron montada los romanos a cuenta de la prohibición de matrimonios mixtos, es decir entre patricios y plebeyos, y los intentos de anularla. Este fue durante muchísimos años el principal motivo de los debates públicos y peleas políticas que más ocuparon y preocuparon a unos y otros, a cada uno según sus intereses: los patricios, o nobles que diríamos hoy, tratando de evitar mezclarse con el pueblo (tenían reservadas las altas magistraturas del Estado que solo ellos podían ocupar) y los plebeyos pues lo contrario: que cada uno se casara con quien quisiera o pudiera, al margen de la clase social y política a la que perteneciese. La cosa terminó como siempre ha avanzado y avanzará la historia, suprimiendo esa ley, pero no fue sino a través de una bronca permanente pues estaba en juego nada menos que el poder. Porque, claro, en el momento en el que empezaran a casarse mezclados y a tener hijos “mixtos e impuros sin que se sepa a qué sangre pertenecen”, se habían terminado los privilegios de los nobles y todos podrían optar a cualquier cargo público.
       Pero lo más pavoroso, por apocalípticas y aterradoras en su carga ideológica, eran las razones de los conservadores patricios para conservar el statu quo, amenazando siempre con terribles efectos que sobrevendrían en caso de anularse esa prohibición. Más o menos como siempre, como hoy. El historiador Tito Livio las resume así: Los matrimonios mixtos supondrían la confusión de familias de forma que no existiría en ese caso nada limpio, nada puro; que, suprimida toda diferenciación, nadie podría identificarse a sí mismo ni a los suyos. ¿Qué otro alcance tendrían, en efecto, los matrimonios mixtos entre patricios y plebeyos, sino el de ser como los animales, de forma que el que nazca no sepa a qué sangre, a qué culto pertenece, mitad patricio, mitad plebeyo, sin estar de acuerdo ni siquiera consigo mismo? A los que solicitan el matrimonio mixto les parece poco trastocar todo lo divino y lo humano.
       Compleja y muy diversa ha sido a través de los tiempos la estructura y composición de los matrimonios y de la familia como para reflejarla en una frase hecha. Siempre sufriendo los desmanes del poder. ¡Y pensar que Montaigne, de acuerdo a lo que se pensaba en su tiempo, aconseja que en el matrimonio no debe frecuentarse mucho a la esposa no sea que uno acabe aficionándose a ella y la desvíe de su tarea de procrear…

Hasta que se lo aprenda


      Sabemos que las palabras son seres vivos y por tanto se comportan como tales. Las palabras nacen, se desarrollan y mueren, y en el entretanto, igual que nosotros, enferman, mejoran y sanan; se ponen y pasan de moda; crecen; y son amadas u odiadas. Algunas se agotan y prácticamente desaparecen mientras que otras quizá por no haber estado nunca en el candelero lo que les evita gastarse se mantienen vigentes y sanas durante mucho, mucho tiempo. Las palabras no andan solas y sueltas por la vida sino que todas tienen un hogar, una ciudad y un ámbito de existencia. Por eso las hay propias del trabajo, del amor, la propaganda, y tecnicismos que sólo se entienden dentro de una profesión o una tarea. Si habitan en espacios abiertos y publicitados estarán muy presentes en las expresiones de la gente y gozarán de notoriedad, nombradía y predicamento. Es lo que ocurre a los términos relacionados y usados en la vida política. Al ser ésta una actividad tan presente, su lenguaje llega prácticamente a todo el mundo.
        Y es aquí como se puede apreciar la supremacía e influencia que ejerce la clase política en la formación del lenguaje de los ciudadanos como una forma de ejercer poder social. Porque no podemos olvidar que tras las palabras hay pensamientos y decisiones humanas y ello es lo que les dota de imperio y dominio. Su fuerza no está en el ruido de los sonidos o la tinta de su grafía sino en lo que llevan consigo, lo que significan. Por eso “hay que medir lo que se dice”, no sea que se diga más de lo que se quiere decir o menos de lo que se pretende. Álex Grijelmo, hablando del poder evidente del lenguaje, asegura que “sí” y “no” son las palabras que mayor poder acumulan y en el frontal de un libro precioso sobre “la seducción de las palabras”, coloca esta terrible afirmación: “nada podrá medir el poder que oculta una palabra”.
        Como ocurre últimamente de manera notoria con los “latiguillos” que tratan de justificar los desmanes que se están cometiendo con los intereses generales, que se repiten una y otra vez aprovechando todos los espacios de que se dispone para acabar creando convencimientos y seguridades. Es como aquello del actor al que el público le hacía repetir una y otra vez su personaje hasta que alguien gritó: “que lo repita… hasta que lo aprenda”. Pues así parece que se está haciendo con la opinión pública, convertida en este caso en intérprete de ficción.

Reparto de bufandas


        Aunque la precisión de este concepto ha sido fijada hace un par de siglos, siempre se han producido situaciones sociales a las que hoy se llama de “anomía”, es decir, condiciones colectivas en las que parece que las cosas no están claras del todo, que los criterios que rigen no se conocen muy bien. Anomía, una “forma patológica social” como la definió el filósofo francés que creo esta palabra y le dio significado E. Durkheim), es el término que los sociólogos utilizan para describir escenarios sociales en los que es fácil errar porque no se sabe muy qué es lo que debe hacer. Algo así, diría cualquier observador, como lo que está pasando ahora a cuentas de lo que hemos denominado crisis: un imponente y gigantesco desorden originado por la quiebra de las estructuras económicas y que mucha gente extiende también al ámbito moral.
      ¿Realmente vivimos tiempos en los que está justificado cualquier error por no saberse muy bien el camino o la senda que hemos de recorrer? Ya en el siglo pasado, otro sociólogo, esta vez norteamericano y premio Nobel (R. K. Merton), vino a decir que lo que pasa cuando se produce la anomía es que “ganar el juego” no significa “ganar de acuerdo con las reglas del juego”. ¿Es eso lo que está ocurriendo en nuestro país?, ¿están claras esas reglas del juego o vivimos en anomía?, ¿existen unos criterios más o menos orientativos, dentro del ruido que estamos padeciendo?, ¿se conocen?
      Fácil va a ser averiguar la respuesta a estas interpelaciones contando a quien no la conozca una disposición referente a la paga extra de Navidad, que ha acabado siendo el símbolo del recorte salarial en nuestro país. Según han hecho público algunos medios, el ministerio de Hacienda y A. Públicas, se supone que en los ratos libres que le permite el control para que ninguna institución abone la referida paga, ha permitido a los organismos de la Administración General del Estado abonar en estas fechas unas gratificaciones selectivas para determinados empleados públicos. Conocidas en el argot como ‘bufandas’, se destinan a trabajadores elegidos por los jefes sin tener que justificar esa asignación de acuerdo a criterios objetivos como la productividad o el número de horas trabajadas. De 150 a 6.000 euros. ¿Anomía? Por supuesto que no. Simplemente los auténticos criterios de verdad. Los privilegiados, como si nada. Y sin tener que dar cuenta a nadie de esa decisión.

No ser sectario


        Casi desde que comenzó el discurso democrático, por nuestra tierra se ha extendido en determinados ambientes, sin duda en demasía, la especie de que no militar en un partido político es como el carné de garantía de objetividad, lo que, planteado al revés, significa que todo aquel que ha optado por inscribirse o "tomar partido", ha hecho dejación expresa de su independencia y pasa a engrosar las listas de quienes únicamente se mueven por razones subjetivas y en función de los intereses del partido en el que militan. Son muchas las personas y las instituciones tanto públicas como privadas que ofrecen en su tarjeta de presentación esta supuesta prueba de independencia de criterio. Incluso, cuando se celebran elecciones en algún colectivo o sociedad, siempre aparece el candidato que ofrece a sus votantes como aval de su autonomía el espécimen de que no tiene nada que ver con ningún partido.    
      Pero esta posición, en un análisis riguroso, no tiene fundamento sólido ni coherencia interna en que apoyarse. Quienes utilizan esta argumentación, incluso haciéndolo con buena voluntad, caen en una trampa de significación ya que, aplicando la lógica hasta el final, si se dedujera algún tipo de bondad del hecho de no estar afiliado, y la independencia de criterio lo es, deberían prohibirse por inútiles o nefastos los partidos políticos. Incluso volviendo el argumento del otro lado, podría decirse que no estar asociado sería consecuencia de falta de solidaridad o compromiso, dado el papel relevante que estos tienen a la hora de cohesionar la sociedad. 
       Sin embargo la cultura mundial histórica y dominadora los considera útiles socialmente, independientemente de todas sus impurezas, mientras en ninguna sociedad democrática es obligatoria la afiliación ya que no ingresar ni trabajar con un partido político en ningún caso puede entenderse como forma de no colaborar con el bien común. Como tampoco es signo de sectarismo, adoctrinamiento o dependencia interesada poseer un carné. Aplicar en sentido personal algunos de estos principios sería como asegurar que se es mejor o peor persona porque se sea o no socio del club deportivo o de la asociación de vecinos. Una cosa son los beneficios que producen los grupos sociales en orden a la estructuración de una sociedad y otra la implicación personal.
      Desde el punto de vista ideológico, para ingresar en un partido basta tener una concepción de los horizontes sociales coincidente en términos generales con su ideario. A partir de ahí el nivel de identidad, o sectarismo, depende de las condiciones personales, y los valores o contravalores de la persona no se modifican en absoluto: quien es reflexivo y sereno lo sigue siendo y el que actúa con doblez no dejará por ello de hacerlo. Por el contrario no hacerlo no significa la pura imparcialidad. Al contrario, puede que incluso primen intereses corporativos, económicos, doctrinarios o de cualquier otro tipo mucho más fuertes y más coercitivos internamente. Por eso exhibirlo con orgullo y presentarlo como un valor positivo es cuando menos sospechoso y un lamentable juicio.

El pobre Euclión


            Plauto, un autor de comedias romano de un par de siglos a.n.e., desarrolló una de sus parodias más famosas alrededor de un personaje que luego ha sido utilizado por otros autores renombrados. Euclión, que ese es su nombre, era más bien pobre pero se caracterizaba sobre todo por su avaricia, tanto y de una manera tan desaforada que los esclavos comentaban que por la noche se ataba una bolsa de cuero a la boca para no perder el aire mientras dormía. Y el pecado le entraba del rechazo que le provocaban los ricos. Euclión tenía el peor concepto posible de ellos y los odiaba a muerte creyendo que de su corazón y su mente no podía salir nada bueno, ni siquiera aunque pudiera parecerlo. Pero como ocurre tantas veces en la vida que si no quieres café pues taza y media, amargado y desazonado cuidando con mil ojos sus escuálidas y exiguas posesiones, vino a dar en su mayor desgracia. Porque el caso fue que un día, por casualidad, encuentra enterrada en su casa una olla con un tesoro de joyas y monedas como no había podido imaginar. Tan trastornado se queda que llega a exigirle a su esclava, Estáfila, que no dejara entrar a nadie en casa por si acaso. Ni siquiera “a la Buena Fortuna”.
            Mas el nudo de la cuestión viene cuando a un vecino rico, que naturalmente desconoce el secreto de la olla, le convencen su gente que debe casarse y éste decide hacerlo con Fedria, la hija del pobre Euclión, para lo que se acerca a su casa a pedir su mano. Y este es el momento en el que el protagonista, temeroso de que haya descubierto su secreto y todo sea un simulacro para apoderarse de la olla, afirma: “No me fío de un rico que es tan amable con un pobre. Si tiende amigablemente la mano, es para causarte algún perjuicio.”
           Malo y muy fatigoso era el problema del pobre Euclión, la dolencia que sufría. Lo que le pasaba era que no se fiaba de la gente ¡y menos aún de los ricos! De ellos es que no quería saber nada, ¡vamos, nada de nada! Era mentarle el nombre de uno cualquiera, y no digamos el del vecino, y, como en el dicho popular, se le subían las entrañas hasta el cerebro. Y por más que sus amigos y parientes y hasta sus esclavos le insistían una y otra vez: mira, Euclión, que esa manía que le tienes a los ricos no tiene fundamento, que ellos son como nosotros, unos mejores y otros peores pero como nosotros, que ellos han nacido de madre… pues nada. No había manera y cada vez era peor. Siempre suspicaz, nunca comunicativo, se comportaba como dicen que lo hacen los misántropos, esas personas que huyen de la gente y andan como escondidas en el mundo.
         Y mira por donde, ¡lo que le faltaba! su vecino rico quiere casarse con su hija. El hombre ya era senil y andaba buscando una Abisag para que, como al rey David, le calentara la cama. Pero Euclión estaba tan temeroso de los ricos que, de haber tenido la oportunidad, se hubiera comportado como aquel cuento medieval en Lazarillo, que, prometiendo el diablo a un hombre darle todo lo que quisiera con la única condición de conceder el doble a su vecino, el afortunado le pidió sin más que le quebrara un ojo. Pues a esto o más estaba dispuesto Euclión. Y es que ese encono, naturalmente, no era fundado ni justo.

El pavo que se equivocó


A lo mejor a quienes repiten de manera machacona, como un estribillo y sin otra argumentación que tres o cuatro frases análogas, la cantinela de que “no hay otro camino” o “es absolutamente necesario hacer lo que se está haciendo”, no les vendría mal conocer la reflexión sobre un imaginado pavo que contó el filósofo y matemático B. Russell. Sobre todo porque da la patética coincidencia de que quienes con insistencia y testarudez repiten el latiguillo son los que, desde que empezó todo este lío, han mandado y siguen mandando sin freno. Y como las consecuencias no pueden ser más dramáticas viendo como cada día y hora aumenta el número de desfavorecidos, bueno sería que supieran que las cosas no son tan seguras y son muchas las ocasiones lo que nos parece una certeza, incluso científica, después resulta que acaba en un pomposo fiasco.  

Imaginemos, decía el premio Nobel inglés, un pavo que en su primer día en la granja a la que acaba de llegar observa que le dan la comida a las 9 de la mañana. Deseoso de organizar su vida de manera sensata en su nuevo estado, decide aplicar el método científico de la observación y la inducción. Y para no precipitarse, resuelve comprobar si ese hecho se produce regularmente o ha sido una casualidad. Así viendo que, según pasan los días y varían las condiciones, lluvia o sol, calor o frío, festivos o laborales, se repite la misma circunstancia y que a esa hora precisa todos los días se abre una puerta de la granja y una persona le pone su ración de comida, satisfecho de su rigor, fija como axioma definitivo la siguiente afirmación: "en esta casa se come a las 9 de la mañana en cualquier circunstancia y condición." Y con la seguridad que da la ciencia, cuando se acerca la hora, acude presuroso y saluda feliz a quien le trae la vianda.

Ahora bien, el problema está en cómo asegurar que se han contemplado todas las variables que llevan a esa conclusión, en principio cierta. Porque el caso es que el pavo, convencido ya de su regla, llega siempre contento a buscar la comida hasta que… una mañana de diciembre, víspera de Navidad, en vez de alimentarlo, le cortan el cuello. Y no le da ni tiempo de caer en la cuenta de que con premisas supuestamente verdaderas ha llegado a una conclusión falsa, a pesar de haber tomado todas las precauciones. Lo trágico de su error es el carácter de irreversible que sustenta el criterio de verificabilidad que utilizó. Bien es verdad que quizá no tenía capacidad para evitar el destino de la olla, ni siquiera si lo hubiera intentado, pero, al faltarle algunas variables como lo de la Navidad, su conclusión era ilegítima desde el punto de vista del raciocinio.

Lo malo de nuestra historia no es solo ese carácter de irreversibilidad, porque el dolor y el sufrimiento que se genera cada día ya no puede borrarse, sino que da la impresión de que aquí lo que falta es el proceso teórico de analizar y concluir. Aquí parece que la única ley científica es seguir sin más los dictados de los poderosos según sus intereses y caiga quien caiga. Parece que, como ya denunciaba M. de Montaigne en el siglo XVI, se está estimando al hombre como “envuelto y empaquetado”. 

La obligada "euthyna"


            Tenían los griegos un núcleo de palabras (verbo, sustantivo, etc.) en torno a una idea social y política de gran alcance en su vida pública. Estaban convencidos de que todo ciudadano con responsabilidades políticas, fuesen del tipo que fuesen y cualquiera que hubiera sido el procedimiento mediante el que se las habían asignado, tenía que rendir cuentas de su gestión de gobierno al término de su mandato. Los textos que hablan sobre este asunto muestran que  no había la menor duda colectiva de que esto era indiscutible. “Las rendiciones de cuentas, que eran obligatorias, se llevaban a cabo ante la Heliea o tribunales populares” dice R. Adrados, al tiempo que refiere la tarea de los psicofantes o denunciadores profesionales. “Euthynain” era el verbo, “euthyna” la rendición de cuentas y así todo un conjunto lingüístico que da fe de la relevancia y significación de que gozaba esta actuación dentro de la constitución y el sistema de gobierno en el que creían. Los romanos mantuvieron esta práctica aunque de manera menos convincente y más vinculada a la acción y tensión política que al sistema jurídico.
            Este comportamiento obligado había surgido, como es de prever, del sistema democrático que la cultura y civilización griega habían creado. Salvo las rendiciones de cuentas, casi siempre corruptas y deshonestas ante el jefe, dictador, príncipe o faraón, bien en su presencia o ante sus delegados, no se conoce una conducta así con anterioridad al mundo griego. Justificar la actuación no ante el soberano sino ante el pueblo solo adquiría sentido cuando se partía del supuesto conceptual y teórico de que el poder no viene de los cielos, ni siquiera de Júpiter, ni de una transmisión paterno-filial sino que procede de la voluntad exclusiva de los ciudadanos.
            En nuestro país y, por más que sorprenda, en épocas no precisamente democráticas ha existido desde muy antiguo el llamado “juicio de residencia” (“purga de taula” en la Corona de Aragón), mediante el cual todo funcionario público estaba obligado, también al término de su mandato, a someter a revisión sus actuaciones, al tiempo que se escuchaban todos los cargos que hubiese en su contra. Incluso no podía abandonar el lugar donde había ejercido el cargo ni asumir otro hasta que concluyese este procedimiento. Por citar alguno de los muchos datos disponibles, este precepto aparece cuando Sancho llega a la ínsula Barataria. Curioso resulta sin embargo, a primera vista, que precisamente la Constitución de 1812 fuese el texto legal que suprimió este tipo de control. Bien es verdad que en teoría lo que hizo fue un cambio de sistema, pero de hecho ese control político y judicial acabó muriendo.
            Ahora, cuando, a cuenta del llamado descrédito de los políticos y de la política, estamos perdiendo tanto tiempo en disputas más nominalistas que reales y más teóricas que prácticas, no estaría de más resucitar, llámense como se llamen, las euthyna o los juicios de residencia o, como sea, que seguro que esta medida arreglaría bastantes de los desaguisados. En ocasiones la teoría es una forma de encubrir y tapar la no-acción.

Quiero ser indeciso


      Esto es lo que he resuelto y a lo que estoy determinado. Ser indeciso. Indeciso, sin contemplaciones, alharacas ni monsergas. Ya llevaba un tiempo dándole vueltas y analizando los beneficios e inconvenientes que me proporcionará este cambio de estado, considerando si dar este paso o quedarme donde estoy, como uno más. Hasta que al final me he atrevido y lo voy a hacer. Es un cambio de estado electoral. Dicho de otra manera, pasarme al grupo de los indecisos en los procesos electivos que vayan viniendo.
       La verdad es que quiero participar e influir de manera efectiva y real en los asuntos públicos, un deseo que considero no solo legítimo sino moralmente apetecible. Ya decía el filósofo griego Aristóteles que en orden a la virtud es preferible la vida de participación en la política y en la comunidad civil. ¿Y qué tiene que ver este afán mío de convertirme en indeciso con el de intervenir en los asuntos públicos? podrá preguntarse un lector. Es muy simple la respuesta: de un tiempo acá se ha convertido en un rito casi imprescindible a la hora de llevar a cabo los sondeos previos a los resultados, adjudicar la capacidad de decidir las elecciones a los indecisos. “Los indecisos decidirán el resultado de estas elecciones”, se ha dicho en la última de los Estados Unidos. Los indecisos inclinarán la balanza…, oímos una y otra vez, cuando nos echamos en brazos de las urnas. No siempre desde luego pero sí con una frecuencia significada. Estamos en un momento histórico en el que es muy reiterado lo que cabe llamarse, en términos sociológicos y políticos, tiempo de sociedades partidas, es decir, esquemas ideológicos que conducen a que el triunfo se decida por centésimas o distancias muy cortas. ¡Pues, caramba, yo quiero ser uno de esos privilegiados que, en su calidad de indecisos, son los que eligen a los líderes y, por tanto, ganan elecciones.
       Es esta curiosa circunstancia la que lleva a que los candidatos echen sus últimos esfuerzos en convencer precisamente a ellos, conocedores de que serán los que marcarán el resultado. Es a los que se les mima, se les atiende, especialmente en los últimos días de las campañas, a los que miran con especial cariño y atención los aspirantes al triunfo, tratando de ganarles su voluntad y su disposición. “Los indecisos han decidido que gane fulano de tal”… y ahí está feliz y contento porque ha vencido casi por un resbalón a su contrincante.
     Pero la verdad es que a veces, cuando me voy preparando el ánimo y la mente para la próxima oportunidad que salga, me voy dando cuenta de las dificultades que entraña este propósito mío. De entrada ¿no parece una contradicción decidir ser indeciso o no decidido? Pero lo peor es cómo se consigue. ¿Habrá algún tipo de estudios o de carrera? Para una tarea tan extraordinaria como la de ser el que elige a los gobernantes ¿existirá algún máster o, tal vez, un ciclo formativo? Y luego, cómo se identifica uno para poder recibir los halagos de los candidatos… Un verdadero lío y sólo por querer ser más útil a la sociedad. Hasta me acuerdo de Metrodoro de Quío, el filósofo que decía que ni aun sabía que no sabía nada. Un barullo. 

Saber dónde nació Colón


       En la obra más representativa de los esperpentos de Valle-Inclán “Luces de Bohemia”, hacia el final, una vez que la vecina comprende que Don Max, el personaje principal, está muertito “del color de la cera”, hay una curiosa discusión sobre si realmente es así o, por el contrario, ha sufrido simplemente una catalepsia, que el diccionario define como un “accidente nervioso repentino, de índole histérica, que suspende las sensaciones e inmoviliza el cuerpo en cualquier postura en que se le coloque”. La portera reclama que está muerto del todo y para demostrarlo pide un espejo pues, una vez aplicado a la boca del cuerpo, “verán ustedes cómo no lo alienta”. Pero un estudiante de medicina que ha acudido al conocer la noticia, insiste una y otra vez que no es así que efectivamente se trata de un caso de catalepsia. El cochero de la carroza fúnebre, que por otra parte tiene prisa en llevarse “el fiambre” porque tiene otro cliente, propone otra prueba para ver si realmente está muerto: ponerle una cerilla ardiendo en el pulgar. No son pruebas científicas, insiste el aspirante a doctor: “usted, sin estudios universitarios, no puede tener conmigo controversia. La democracia no excluye las categorías técnicas, ya lo sabe, señora portera”.
        Refiere Paul Boghossian que en el año 1966 el periódico The New York Times, a cuenta del origen de los pobladores americanos, planteó la posibilidad de que tuviera sentido la tesis de la “Validez igual”. ¿Cómo se pobló el continente americano?, ¿según la explicación arqueológica que asegura que seres humanos llegaron hace unos 10.000 años desde Asia a través del estrecho de Bering o, de acuerdo a las tesis de una tribu lakota que defiende que “los americanos descienden del pueblo búfalo que emergió de la entrañas de la tierra, después de que espíritus sobrenaturales prepararan este mundo para que la humanidad habitara en él?, ¿valen lo mismo las dos teorías en igualdad del saber?
        La Corporación Municipal de Ibiza aprobó recientemente defender que Cristóbal Colón nació en esa tierra y poner los esfuerzos que fueran necesarios, (eso sí, siempre que esa defensa no suponga gasto alguno) para hacer llegar a todo el mundo esa información. Pero la moción era tan confusa que mientras hubo quien tituló “El Ayuntamiento de Ibiza aprueba en pleno que Colón era ibicenco”, otros dijeron que “Colón nació en Ibiza por orden del Ayuntamiento”. Un verdadero galimatías ajeno a cualquier rigor técnico y científico, una especie de cuchufleta de quien se mete en un jardín sin saber lo que pisa y sin haber leído en Valle-Inclán que la democracia, entendida como opinión común soberana, no excluye que haya conocimientos científicos y categorías técnicas especializadas.
         Los hechos son independientes de que los conozcamos o no. O de que lo sean de manera errónea o acertada. Y el camino para aprenderlos es lo que llamamos ciencia. Pero parece claro que llevar a cabo esa faena no entra en las tareas de una Corporación Municipal. Como diría Savater, la moción de referencia es científica en el mismo sentido que lo es el “Manual de zoología fantástica” de Borges.

El peligro de la desigualdad


      La deriva que en los últimos tiempos se está produciendo en cuanto a la desigualdad social y económica, y a la que parece no se está dando la relevancia adecuada, amenaza con ser el problema de más graves consecuencias en nuestro mundo de hoy (y el de mañana, si es que llegamos). El coeficiente Gini, que mide de manera matemática la desigualdad dentro de un país, muestra cómo en los últimos años ésta se ha acentuado de manera amenazadora. Entre nosotros, que pasábamos por ser uno de los que llegó a situarse entre los países de mayor desarrollo humano, la brecha entre ricos y pobres se acrecienta día a día mientras que en el mundo, según ha denunciado la prestigiosa Oxfam, han sido vendidas unas 203 millones de hectáreas, un tamaño cuatro veces mayor al territorio español y suficiente para cultivar alimentos para 1.000 millones de personas, precisamente el número de hambrientos que en la actualidad cobija el planeta.
     Datos aparte, que pueden encontrarse con toda facilidad, lo que importa sobre todo es fijarse en el sufrimiento humano que produce a cada persona que está en el lado malo de la balanza y, además, en el trasfondo teórico que supone un problema tan singular. Quienes claman por unos u otros motivos con el “a dónde vamos a ir a parar”, manifestando con ello su gravísima preocupación apocalíptica de fin del mundo, aquí tienen un motivo muy especial  para lanzar esta queja, a la vista de cómo está aumentando la desigualdad social, y consiguientemente política, en el mundo y a lado de nuestra casa. Y ya hace demasiado tiempo que Rousseau dejó claro que su origen es el resultado de actos y decisiones voluntarias de seres humanos.
       Pero hay gente que no parece darse cuenta del peligro que esta situación encierra para la especie humana. Olvidado el miedo a la revolución con la caída del muro de Berlín, sorprende cómo las élites que gobiernan andan jugando con que el estado de Bienestar no es viable mientras aprovechan esa cantinela para acentuar las desigualdades a marchas forzadas y sin fijarse en que la especie humana se juega incluso su supervivencia. En lo que coinciden el sentido común y la sociobiología: que una mayor desigualdad en la renta acabará acompañada de menos confianza, una menor participación en la vida de la comunidad, y más hostilidad y violencia. Las buenas relaciones siempre han sido imprescindibles para nuestra existencia. Para la conservación de nuestra especie en la evolución es ineludible aminorarla y erradicarla. Más que un principio moral, es ante todo una necesidad de supervivencia de la especie. “La desigualdad mata. En las sociedades que presentan mayores diferencias de renta la gente muere más joven”, dice Richard Wilkinson.
      Precisamente el sociólogo Pierre Rosanvallon ha puesto sobre el debate público estos días una muy célebre y conocida cita de Rousseau: “La desigualdad material no es un problema en sí misma, sino solo en la medida en que destruye la relación social. Una diferencia económica abismal entre los individuos acaba con cualquier posibilidad de que habiten un mundo común". Pues entonces a ver qué hacemos con esto.

Éticas de emergencia


       Hubo un tiempo, hace unos veinticinco siglos, en que la gran superpotencia cultural era Grecia. Su patrimonio tenía tal magnitud que, cuando fue conquistada por Roma, el imperio acabó asimilando todo su pensamiento y su interpretación de la realidad, hasta el punto de que el poeta Horacio llegó a decir que “la Grecia conquistada había conquistado al vencedor”. Grecia representaba, naturalmente dentro de sus problemas domésticos, una civilización sólida y consistente. Habían inventado la democracia y resonaba por todas partes el nombre de sus filósofos y los descubrimientos de sus científicos.  Y la belleza de sus escritores.
       Ocurrió sin embargo que (como se dice, entre todos la mataron y ella sola se murió), precisamente en el momento en el que empezaba a dar signos de decadencia y agotamiento, fue cuando Alejandro Magno decidió cambiar los parámetros dominantes y crear un imperio de los que quedara perenne recuerdo, determinación que traía consigo el final de una manera de vivir, de entender el mundo y de una manera de ser auténtico y feliz. Bien es verdad que él mismo pretendió extender por el oriente el modelo de conducta griega pero ya no fue igual. A pesar del testigo de los romanos, ya empezaron a ser otros los modelos de vida, la organización de la sociedad, los modos económicos y las relaciones entre unos y otros. A la gente que vivía por aquellos tiempos, el mundo se le había venido encima pues el conjunto de sus creencias se desmoronaba poco a poco. Ya nada era como antes había sido y se alumbraban nuevas costumbres y usanzas. 
          Puede que, al hilo de esta descripción de lo que pasó, a más de un lector de estas líneas le esté sonando como si fuese una crónica de lo que ocurre ahora. Y no solo por la crisis, que, entre otros datos, ha sustituido el nombre del general conquistador y está estableciendo una nueva forma de vida, nuevas tablas de derechos, nuevos requisitos de subsistencia, y nuevos pensamientos en tono a la supervivencia, sino por otros elementos vitales que están proporcionando novedosas ideologías, formas nuevas de familia y otros formatos de esperanzas. Es verdad que a cada generación y a la mayoría de la personas, sobre todo según van siendo mayores, les parece que la época en la que le ha tocado vivir es un período de crisis, de dudas, de deterioro de los llamados principios pero estos tiempos sí que es seguro que andan algo revueltos.
        ¿Qué hacer en esta tesitura? ¿Cómo manejarse cuando domina la inseguridad? El gran filósofo español Emilio Lledó lo sintetiza en estas tres preguntas: “¿Cómo vivir?; ¿qué buscar?; ¿qué conseguir?”. Los filósofos de entonces propusieron una salida que parece razonable: apoyémonos, nos dicen, en una ética o una moral de emergencia, es decir, mientras andamos con dudas e incertidumbres, vayamos dando pasos prudentes y precavidos sabiendo que todo es provisional hasta que tengamos el diseño completo de lo que pasa y lo que hay. De la misma forma que, cuando estamos de obras, dejarse de grandes y definitivas teorías y buscar la felicidad, la serenidad y la justicia en cada paso que se tome. Sin más pretensiones.

Otra trampa del lenguaje


        A la vista de tantos engaños y riesgos como nos proporciona nuestro lenguaje, lo que decimos, una forma de ser inteligente es ser precavido en estos menesteres. Es curioso observar cómo el instrumento que nos ha salvado como especie es al mismo tiempo uno de los peligros y de las  trampas más terribles a que nos sometemos en cada momento. Lo que demuestra la razón que tenía Alicia en el País de las Maravillas cuando aseguraba que las palabras significan lo que quiere el que las dice. Y ese juego del que habla puede llevarnos a lo más insospechado.
       Un lingüista muy famoso, del que sus discípulos con las notas de sus clases han construido un libro cuyo título es suficientemente expresivo “Cómo hacer las cosas con palabras,” dice que, cuando damos una indicación o información a otra persona, casi siempre ese acto de hablar incluye tres intenciones o tres propósitos, tres mensajes. Los ejemplos ya son clásicos y muy conocidos. Imaginemos, es uno de ellos, que un policía de tráfico nos revela que una calle por la que pretendíamos pasar está cortada. Esa frase así: "esa calle está cortada al tráfico" significa y supone tres recados. El primero es una simple información que se estima que no conocíamos y que está contenida en la literalidad de las palabras: que la calle está cortada. La segunda intención del agente es mostrarnos la inmediata consecuencia de lo anterior, asegurarnos que no se puede circular. Y la tercera, manifestarnos su decidido propósito de que no va a permitir que lo intentemos siquiera. En el ejemplo de un amigo, cuando la mujer le menciona al marido (o el marido a la mujer) en una fiesta: "son las 6 de la madrugada", de entrada simplemente le está transmitiendo al cónyuge una información, una aclaración al decirle la hora que es. Pero además con esa frase le está indicando, le está avisando del hecho de que es ya tarde o muy tarde. Y, por último, lo que de verdad le importa, el propósito de irse ya de la fiesta.
       La señora Merkel acaba de estar en Grecia y allí ha pronunciado el guion  que todo el mundo esperaba. Tanto se ha plegado, al menos en la imagen pública, que más de uno ha pensado que para ese viaje no hacían falta tantas alforjas ni tantos quebraderos del orden público. Para decir y repetir ese tópico bien pudo haberse quedado en casa. Porque el caso es que los países que dicen andamos en dificultades ya estamos cansados de escuchar siempre el mismo argumento, idéntico sermón de los sabios que en el mundo hay y fueron agentes de nuestras desgracias. Siempre, siempre lo mismo: estáis haciendo las cosas muy bien pero aún falta más”.
         Precisamente los manuales que explican estas teorías suelen utilizar otro ejemplo muy típico. Si alguien me aborda, dicen, profiriendo las siguientes palabras: “¡El dinero, rápido, si quieres seguir con vida!”, supone una información al enterarme de algo que antes desconocía; una amenaza, un aviso y ya no solo una simple aserción; y por último la intimidación previa a una acción invencible. (Por si algún lector desea conocer la terminología, los expertos llaman a cada uno de estos momentos: acto locutivo, inlocutivo y perlocutivo).

Dos posiciones antagónicas

      Menudo guirigay de palabras, gestos y doctrinas bullen y bullen a cada día y a cada rato en el mercado de las ideas y en el espacio social. Tanto que, si no fuese por el sufrimiento que está dejando, sería una buena y rica oportunidad para un autor clásico de comedias, por supuesto desabridas y agrias, que sería lo procedente.
     Pero lo trágico, lo terrible, tanto para el mundo del pensamiento como para la vivencia existencial de cada uno es que a fin de cuentas toda ese algarabía y tal bullicio se reduce a dos únicas posiciones exageradamente antagónicas entre sí. Nos están repiqueteando dos discursos sobre “lo que hay” y “lo que debe corregir de lo que hay”, que vienen a ser, como Jano, el dios que tenía dos caras mirando hacia ambos lados de su perfil, una a la derecha y otra a la izquierda. Jano es el nombre de enero y aparece, por ejemplo, en la novela de Albert Camus “La caída”, simbolizando la dualidad entre el pasado y el futuro. La dialéctica, como tantas veces ha ocurrido en la historia, está polarizada en dos trazas básicamente monolíticas, cada una con su lenguaje y argumentos.
    Pero el caso es que ambos postulados, ambas posiciones teóricas (que acaban siendo ideológicas y por tanto políticas y sociales) no mantienen una metodología parecida. Una, la que domina de manera abusiva, se limita a imponer un modo de vida determinado ineludible y forzado, del que no se puede uno sustraer porque dispone de los resortes reales del poder. Y lo justifica como único soniquete solo en su inevitabilidad y en un mundo feliz que acabará llegando, mundo del que se desconocen condiciones, diseño, cualificación y temporalidad, lo que desde la lógica científica es y casi propio de unos juegos florales. La otra posición argumenta la quiebra de lo que se está haciendo y pone de manifiesto su nula eficacia, al tiempo que coloca sobre la mesa hacia donde se están dirigiendo los disgustos y los beneficios de lo que está haciendo el poder. Pero este ni se digna contestar ni contra-argumentar.
       ¿Tan difícil es entender que cada día, cada hora o cada minuto ingresa en el ejército de los pobres una familia, un ser humano al que la vida se le quiebra de manera grave y complicada? Es una simple constatación de hechos: por lo que se sabe, en los últimos cinco años se han registrado en España más de 400.000 procedimientos de desahucio, lo que supone, de acuerdo a los sistemas clásicos de contabilidad, casi un millón y medio de ciudadanos que se ha quedado en la calle sin vivienda. Millón y medio de tribulaciones personales y desesperanzas colectivas. ¿Tan difícil es entender que si el déficit se enjugase en diez o quince años habría menos pobres, menos desahucios y menos sufrimiento? ¿Tan difícil es entender que los pobres, los desahucios y el sufrimiento están antes que nada? “De todos los derechos, el primero es el de existir. Por tanto, la primera ley social es aquella que garantiza a todos los miembros de la sociedad los medios para existir”, dijo Robespierre en 1792, según ha recordado estos días Daniel Raventós. Y ello sin echar mano a jerarquías de valores más actuales, modernos y más sagrados.

Una sugerencia para mejor proveer


        Todos conocemos por experiencia, tanto propia como ajena, lo difícil y complicado que resulta muchas veces tomar una decisión, especialmente si ésta resulta, o al menos así nos lo parece, grave y acarrea consecuencias significativas. Determinar el camino por el que seguir o la senda que hemos de evitar sólo se consigue en muchos casos a base de tensión emocional y de reflexiones interminables y prolongadas. Pero lo peor ocurre cuando, a pesar de un considerable y ponderado esfuerzo mental y sicológico, no acabamos de resolver la duda planteada o la incertidumbre que nos reconcome. Todos recordamos momentos en los que nos ha invadido un sudor anímico por no saber qué es lo que mejor conviene. 
       Cuando la reflexión sobre qué hacer es con nosotros mismos, suelen ser frecuentes los largos debates entre el corazón y la razón y los motivos que aporta cada uno a la hora de decidir qué es lo que es razonable llevar a cabo. Probablemente no haya quien no conozca lo de “el corazón tiene razones...” en texto de Pascal o los versos de Antonio Machado cuando reconoce que “en mi soledad he visto cosas muy claras que no son verdad”. A su vez cuando el asunto compete a varios son las discusiones el instrumento normal para llegar al acuerdo.
        Por supuesto que, aunque estas situaciones no tienen fácil remedio, en especial si lo que nos jugamos ofrece un alto interés moral o material, siempre hay recovecos que pueden ayudar o facilitar el proceso, tanto si la decisión es personal como si es colectiva. Y repasando por ahí bien vale la pena recordar una vez más lo que el historiador griego de la época que llamamos clásica, Heródoto, unos cinco siglos antes de nuestra era, nos cuenta de una costumbre que tenían los persas. El caso es que éstos, que, según asegura el historiador, eran muy dados al vino, solían discutir los asuntos de mayor relevancia cuando estaban embriagados, una práctica que por cierto muchas veces también utilizamos nosotros de manera más o menos espontánea y sobre los temas más dispares. Pero en el caso que nos ocupa ellos añadían al procedimiento un detalle de sumo valor y éste es, dice, que las decisiones que resultan de sus discusiones “las plantea al día siguiente, cuando están sobrios, el dueño de la casa en la que estén discutiendo. Y, si cuando están sobrios, les sigue pareciendo acertado, lo ponen en práctica; y si no les parece acertado, renuncian a ello. Asimismo lo que hayan podido decidir cuando están sobrios, lo vuelven a tratar en estado de embriaguez”. Lo que, dicho de otra manera, viene a significar que el criterio de eficacia y por tanto de cumplimiento de alguna decisión debía venir contrastado y sólo era válido si se llegaba a la misma conclusión estando sobrios y ebrios. En otro caso se abstenían.
        A lo mejor no estaba tan descaminada esa práctica, una especie de copia de seguridad, de juego de contraste. Y hasta quizá podríamos utilizarla nosotros habitualmente, por supuesto de manera ordenada y reglamentada, con su jurisprudencia, reglamentos, y usos y costumbres, porque estructurada racionalmente así seguro que resultaría más rentable y valioso.

A cuenta de la escritura


      Al decir de las leyendas y mitos antiguos, la escritura fue inventada por el dios egipcio Theuth. Cuenta el filósofo griego Platón que este dios fue quien descubrió el número y el cálculo y la geometría, y hasta el juego de damas y el de dados. Pero sobre todo su mayor invención fueron las letras, la escritura. Y es el caso que, cuando Theuth, o Hermes, se lo contó al faraón Thamus con el propósito de que éste se lo enseñara a todo su reino, argumentando que haría a los egipcios más sabios y más memoriosos pues se ha encontrado, le decía, como un fármaco, justamente, de la sabiduría y de la memoria, el jefe egipcio le mostró al instante su malestar y su disgusto. Porque la escritura, el sistema que permitiría materializar sobre la piedra o sobre el pergamino los pensamientos y los sentimientos de las personas, lo que producirá, le replicó, es “el olvido en las almas de quienes la aprendan ya que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo a través de los caracteres ajenos a ellas, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos”. Es decir, que al faraón le pareció que escribir los pensamientos, los deseos y los conocimientos iba a ser perjudicial para el hombre, fomentando el olvido al tiempo que la intimidad personal iba a dejar de ser de uno, sería de todo aquel que leyese lo escrito. Nuestra vida privada será propiedad común, vino a decir.
       La pregunta que suscita esta anécdota y la reflexión consiguiente es si andaba errado del todo el faraón, si estaba justificado el temor del egipcio, es decir, si el invento de la escritura iba a propiciar una pérdida de la capacidad de recuerdo de la especie humana porque, una vez escritos los pensamientos y los sentimientos, expresados en letras y signos de puntuación, es como si dejaran de pertenecernos y pasaran a la vida pública, a la plaza, a la calle, a todo el mundo. Y esto sobre todo ahora cuando las nuevas tecnologías no sólo guardan lo que escribimos sino también lo que decimos, cómo lo manifestamos y exponemos, y hasta la cara que ponemos cuando decimos lo que decimos. Las nuevas tecnologías van horadando nuestra intimidad y es como si la escritura, ahora expresada en tanto sistemas permanentes se hubiese adueñado de mucho de lo que somos.
        Profundizando en esta reflexión pero desde el contrapunto, Jorge Luís Borges nos cuenta la terrible historia de Funes, un personaje con tal capacidad de memoria “que sabía las formas de las nubes australes de un amanecer determinado y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro de pasta que había mirado una sola vez y con las líneas de la espuma  que un día levantó un remo”. Funes, cuenta Borges, era capaz de recordar “no sólo cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o incluso imaginado”. Era, y es, “Funes, el memorioso”.
     Las bibliotecas virtuales, están diciendo estos días los medios de comunicación, no se heredan porque a fin de cuentas no son nada y una simple desconexión las elimina de golpe. Cuando vamos camino de que la realidad sea lo que nosotros creamos, de momento la escritura ya apenas si existe y se está extinguiendo poco a poco.

Ay de los pobres pecheros

        La monarquía española, cuenta el historiador Manuel Fernández Álvarez,  estaba, como se dice familiarmente, sin blanca. A pesar de ser la dominadora del mundo en el plano político, militar y diplomático y de que en su imperio no se ponía el Sol, la situación económica no podía ser más catastrófica. Gastos y más gastos que no había manera de financiar ni de cubrir. Los intereses de las deudas contraídas se llevaban el 50 por ciento de los ingresos fijos, que habían de pagarse a los banqueros europeos que acudían al rescate (por cierto en su inmensa mayoría, judíos). Declararse en quiebra ya lo había hecho en más de una ocasión y no era cuestión de llevarlo a cabo todos los días, así es que para evitar la catástrofe total no había más remedio que buscar dinero donde fuere, primero para sobrevivir y, después y sobre todo, para dar cumplimiento a las grandes y altas tareas que la divina Providencia tenía encomendadas a este Imperio salvador, que si traer a los protestantes a la verdadera religión o la lucha contra el moro, como dos de las principales.
        Y ¿cómo fueron resolviendo el problema?, podrá preguntarse más de uno. Puesto que no llegaba con lo que venía de las Américas, el ingenio de los arbitristas, hoy diríamos economistas asesores y mentes privilegiadas al servicio de las grandes ideas, no paraba de inventar sistemas (el antiguo papel timbrado que algunos recordarán fue uno de sus más felices descubrimientos) para que los ingresos del erario público aumentasen. Pero ello no era suficiente ¿Qué hacer entonces? El historiador citado dice que solventaron la crisis simplemente aumentando los impuestos existentes y creando otros nuevos. O sea, como siempre, con los pecheros, es decir, con los pagadores de impuestos, pues las clases ociosas (los nobles y los clérigos) no solo estaban exentos sino que percibían sus diezmos y demás bagatelas.     
       Y ¿por qué no recordar este texto de finales del siglo XIV donde estaba todo tan claro? Sabiendo que “pechos” significa impuestos; “afrechos”, la cáscara del grano desmenuzada por la molienda; y que “cuitado” equivale a desventurado, se pueden leer las quejas y lamentaciones desesperadas de los pecheros: “Los huérfanos y viudas, que Dios quiso guardar / en su grant encomienda, véoles vozes dar: / «Acórrenos, Señor: non podemos durar / los pechos e tributos que nos fazen pagar». ///   De cada día veo inventar nuevos pechos / que demandan señores demás de sus derechos; / e a tal estado son llegados ya los fechos / que quien tenía trigo non le fallan afrechos. /// Ayúntanse privados con los procuradores/ de cibdades e villas; fazen repartidores / sobre los inocentes cuitados pecadores; / luego que han acordado, llaman arrendadores”. (Este texto es copia literal del “Rimado de Palacio”, obra de Pedro López de Ayala).
     Claro que había quien lo tenía todo claro: cada uno nace con una función de la que no puede librarse y así “el oficio del labrador es cavar; el del monje, contemplar; el del ciego, rezar; el del oficial, trabajar; el del mercader, trampear; el del usurero, guardar; el del pobre, pedir…”, asegura Antonio de Guevara.

Una terrible pregunta


       Hay una pregunta terrible que, como aquella de Sócrates a Polemarco, está pataleando sobre determinadas conciencias de alguna gente. Una pregunta en busca de respuesta a algo que no se acaba de entender ni en el ámbito del conocimiento, de las razones que hayan podido provocar esta situación, ni en el de la sensibilidad, conmovida al apreciar cómo, una vez más al modo de lo que ha ocurrido siempre en la historia, los grandes y fuertes acaban masacrando a los más débiles. Como si se hubiese hecho realidad el sarcasmo y el veneno de aquella historia que Gila narró tantas veces: andaba yo por la calle cuando vi un grupo de gente que apaleaba con furor y brío a un pequeñajo. ¿Me meto o no me meto?, ¿me meto o no me meto…? me pregunté y, al final, me metí y entre todos le dimos una paliza que ni te imaginas.
        La exclusión de la sanidad pública de los llamados familiarmente “sin-papeles” ha puesto en el espacio social unas preguntas previas que parecen de sentido común: ¿Realmente responsables públicos de la Europa que predica al mundo la virtud y los derechos humanos han sumado y evaluado al céntimo los gastos que genera al sistema de la sanidad pública la atención a estos inmigrantes de dudosa legalidad?, ¿y, tras esa contabilidad rigurosa y cierta, no han encontrado otra forma de cubrir su financiación que suprimiéndola?, ¿sería posible conocer a cuánto ascienden, para confirmar de una vez por todas o rechazar de manera definitiva, el rumor de que son precisamente las personas con esa condición y no otras las que provocan el déficit que parece está consumiendo nuestra organización?, ¿se puede averiguar y conocer qué tanto por ciento es el monto total de este ?, ¿sería posible conocer dicha cuantía y dicho porcentaje?, ¿podrían conocerse los estudios que, sin duda, se han debido hacer con todo rigor y exactitud, dadas las derivadas de cuestión tan comprometido y doloroso, tratando de buscar alternativas de ahorro, sin tener que llegar a remedio tan extremo?, ¿y qué ha pasado, que, una vez analizadas todas estas posibilidades, no se ha encontrado ninguna que ofrezca otra solución y no ha habido más remedio que dejar todo como está, sin tocar nada, y limitarse a expulsar a personas del sistema para que este pueda seguir funcionando en beneficio de los que han quedado dentro? 
       Pero la pregunta clave es esta: ¿se han tomado minuciosamente y con la delicadeza propia de un asunto tan grave todas las precauciones anteriores o, por el contrario, los referidos administradores de lo público, aprovechando que ancha es Castilla, han optado, como es tradición desde los RRCC, a que “sin más salgan de nuestros reinos y no vuelvan a ellos en manera alguna” de forma que, “si no es así, den a cada uno cien azotes por la primera vez, y los destierren perpetuamente destos reinos; y por la segunda vez, que les corten las orejas…”? 
     A la pregunta de Sócrates sobre si puede ser propio del hombre justo hacer mal a uno cualquiera de los hombres, Polemarco respondió: “seguramente, siempre que se trate de hacer daño a los rematadamente malos”. Pero Sócrates replicó en seguida: “¿El hombre justo es bueno?”

Pericles y las obras públicas


      Como es de suponer, hay mucha gente que desconoce cómo se financió la Acrópolis de Atenas, el gran centro de arte griego que se ha mantenido y se mantiene como uno de los referentes más nobles y magníficos de la cultura helena, incluso de la occidental y europea. Sin embargo a cuenta del lío que tenemos montado sobre las llamadas “faraónicas obras públicas”, que en bastantes ocasiones no solo no resultan necesarias sino que, parece, han sido uno de los ingredientes que nos han llevado a esta situación, tal vez sea interesante conocer esta historia que ocurrió hace unos dos mil quinientos años.
       La cosa fue que por entonces muchas ciudades griegas estaban agrupadas políticamente constituyendo la llamada “Confederación de Delos”, una comunidad de quienes, tras la experiencia de la guerra con los persas (las “guerras Médicas”) comprendieron que, unidas, era mucho más sólida su defensa y convinieron instituir esa confederación. Y aunque su sede administrativa estaba situada en la isla de Delos, la verdad es que Pericles, líder del partido demócrata, hoy diríamos de izquierdas, convirtió a Atenas en la práctica en la capital líder y decisoria.
      Para desarrollar los fines previstos naturalmente cada miembro debía aportar fondos, que bien podían ser en especie como, por ejemplo, barcos o en moneda, que se depositaba en el tesoro común que estaba en Atenas. Y aquí viene el intríngulis de la historia. Llega un momento en el que Pericles y su equipo consideran que el armamento disponible, incluidos los barcos, ya es suficiente para garantizar la seguridad de los aliados y entonces deciden utilizar el dinero en embellecer y hacer grande a Atenas, entendiendo que esa magnificencia también era querida por sus coligados. Y así decide construir, por ejemplo la Acrópolis. Además había una cuestión la mar de importante por medio: dado que las guerras con los persas habían acabado, los que habían sido soldados andaban de acá para allá sin oficio ni beneficio. Dicho con nuestra terminología, el paro había llegado a unos niveles insoportables por lo que dedicar toda esa mano de obra a la construcción era también una manera de resolver el desempleo y las consecuencias sociales y políticas que acarreaba. “Todos a construir la Acrópolis”, podría rezar un cartel de la época.
        A la oposición de derechas, la aristocrática, no le gustaba nada el asunto porque de esa manera Pericles ganaba una y otra elección y así no había manera. Argüían que los edificios eran no solo inmorales sino vulgarmente ostentosos y, tras hacer varias denuncias de corrupción que resultaron falsas, decidieron ponerse en contacto con los homólogos ideológicos de las ciudades e islas coaligadas para tratar de que la derecha de estas entidades reclamaran el supuesto mal uso que Pericles hacía de su dinero. Pero este seguía erre que erre y ahí están el Partenón y todo lo demás. Dice Juan de Mairena que “lo corriente en el hombre es la tendencia a creer verdadero cuanto le reporta alguna utilidad. Por eso hay tantos hombres capaces de comulgar con ruedas de molino”. Por esta vez está claro el juicio de la historia.

Otro provecho del deporte


     Ciento cincuenta mil (150.000) preservativos se han distribuido entre los participantes en los recientes Juegos Olímpicos. En los de Sidney (año 2000), según cuenta un informe periodístico elaborado por un atleta que intervino en aquellos, 70.000 se repartieron inicialmente pero fue necesaria una partida extra de otros 70.000. En total una cantidad similar a la de Londres y que se puede pensar sea la cifra adecuada para atender las necesidades sexuales de un acontecimiento de estas características. Unos 10.000 jóvenes, han contado los periódicos estos días, de cuerpos cuidados, se hallan de repente compartiendo el lugar. "Hay mucho sexo. He visto gente practicándolo al aire libre, en la hierba que hay entre los edificios, dice Hope Solo, portera de una selección femenina de Estados Unidos: “no es difícil entablar conversación; sólo tienes que preguntar '¿qué deporte practicas?' y ya está todo hecho".
     Toda esta compleja realidad, que es otra de las muchas caras que ofrecen,  y en este caso más bien sugieren, los Juegos Olímpicos, tiene como es natural muchas perspectivas y puede dar pie a reflexiones de diverso contenido y orientación, incluso ideológica. Pero ya de entrada, sin más vueltas y revueltas, y únicamente a efectos de contabilidad, una cuenta muy sencilla, una simple división lleva a un promedio de uso diario de unos diez mil, cantidad que ya da pistas más que suficientes para imaginar la rentabilidad social y antropológica del invento. Y este dato además sin añadir otros condimentos, que podrían ampliar el horizonte, como, por ejemplo, que los deportistas ya vengan provistos del artificio desde su casa o que por cualquier motivo prescindan de él. En definitiva un ejercicio intensivo y una actividad acentuada y crecida, que puede producir variados y altos beneficios para las buenas relaciones en los modos y conductas de los miembros de nuestra especie.  
    Por ejemplo, favorecer las relaciones interplanetarias, una de las soluciones que los antropólogos sugieren como forma y manera de atemperar los nacionalismos étnicos y políticos. Si todos los habitantes del planeta acabáramos yendo unos con otros, mucho más de lo que ya hacemos, se eliminarían de golpe las incomprensiones culturales y los distanciamientos sociológicos. Cabe pensar que de esta amalgama de sexo a través de parejas multirraciales saldrían altos niveles de coincidencia en la interpretación del mundo y por ende en la comunicación entre todos.
       Y no se diga que no es buena solución, tanta que justificaría acortar las olimpíadas y hasta podríamos pensar en una competición permanente y estable. "Los verdaderos juegos que no se verán por televisión, donde se demuestra que hay deportes universales, en los que no cuentan para nada fronteras o nacionalidades”. Y con estos beneficios añadidos es seguro que aumentará la afición por el deporte y progresará aritmética y geométricamente el número de deportistas, con lo que conseguiremos una mejora sustantiva y casi definitiva de la especie. Y de una vez por todas fuera la obesidad y demás males de nuestro tiempo. Amén.

Sumar o restar según convenga


        A manera del “no se puede gastar lo que no se tiene”, expresión tan polisémica y por tanto vacía de sentido, los mismos promotores, nada menos que la suprema dirección pública, lanzan ahora la proclama de “fuera políticos; sobran políticos; ¡echémosles!”. Lo de que “no se puede gastar lo que no se tiene” ya tenía su aquel, tanto si se utiliza para contar alguien que no puede comprar el castillo de su pueblo por no disponer de los cien millones que vale, como si una familia manifiesta que, no disponiendo de momento del dinero del piso que desea comprar, lo irá pagando mediante una hipoteca. Pues lo de “fuera políticos; sobran políticos; ¡echémosles!” viene a ser algo parecido, puede que más lamentable. “Son menos a gastar y sobre todo ahora cuando todo ahorro es importante” viene a ser la argumentación que supuestamente avala y justifica esta arenga de “aminorar el número de políticos” como sin mayor precisión ni sutileza se dice.
     Ya sabemos que la crisis está sirviendo en muchos casos para colarle de manera clandestina a la gente cambios estructurales, como gato por liebre. Pero en esto como en todo hay grados y diversos niveles de responsabilidad según de lo que se trate. Y lo de “fuera políticos”, así a lo loco, es manejar una materia muy comprometida y arriesgada.
     Tres reflexiones obvias y sencillas, al azar. Se ha propuesto reducir el número de parlamentarios andaluces y hasta se ha lanzado el 30 como cifra a rebajar pero ¿alguien ha hecho un estudio sereno, riguroso y reflexivo de las tareas de los parlamentarios, sus responsabilidades y su capacidad de gasto?, ¿de lo que resulta imprescindible o inútil en su condición?, ¿se puede hablar de algo tan respetable como un parlamento con propuestas a ojo de buen cubero? A su vez la Junta de Andalucía ha reducido el número de delegados provinciales para, asegura, ahorrar gasto. ¿Mediante un análisis político y social de la función que ejercen? Dado el centralismo político asfixiante de la estructura autonómica, a los delegados no les quedan competencias. A lo mejor hubiera sido rentable suprimirlos todos y sustituirlos por funcionarios con tareas administrativas. Otra Junta, esta vez la de Galicia, que tiene a su disposición 141 asesores, propone disminuir en 14 el número de diputados de su parlamento: es obvio que no son las mismas funciones pero, como es dinero público en ambas tareas, se está utilizando una vez más el ofrecimiento engañoso de disminuir el número de ministros mientras nada se dice de los cargos intermedios.
       Una sociedad culta y madura no puede aceptar peroratas demagógicas, que solo buscan ganar complacencias y convencer falsamente a la gente de que se están buscando remedios a la crisis. Seguro que el sistema político español debe ser revisado en su estructura para hacerlo más eficaz disminuyendo lo superfluo y aumentando lo imprescindible pero no mediante eslóganes a borbotones. Resulta demasiado duro ver con qué atrevimiento se está jugando con algo tan serio. ¿Se ha preocupado alguien de saber cuántos miles de concejales dedican de manera gratuita sus ratos de ocio a labores municipales?

Historias de Giges


        De Giges rey de Lidia, (situado en una parte de lo que hoy es Turquía) circulan varias historias de cómo llegó al poder, cada una de las cuales plantea tal cantidad de cuestiones morales, políticas y sociales que se han convertido en objeto de estudio y discusión a lo largo de la historia. Desde Plutarco a Cervantes o desde Guillen de Castro a Valle-Inclán la reacción de Giges ha sido estudiada como una ficción escolar para estudiantes, que permite discutir las relaciones entre la ética y la política.
        El historiador griego Heródoto narra así una de las principales: Candaules, era rey de Lidia y estaba tan enamorado de su esposa que la creía la mujer más hermosa del mundo. Para convencer a su amigo y leal servidor Giges de que lo que afirmaba no era una exageración, decidió que lo comprobase viendo a la reina desnuda. Y, aunque este se resistió, una noche el rey lo escondió dentro de su dormitorio con lo que se cumplió su propósito. Pero el caso fue que la reina, que de manera disimulada se había enterado de todo, al día siguiente llamó a nuestro protagonista y le dijo: “como no puede haber en el mundo dos hombres vivos que hayan visto desnuda a la reina, te doy a escoger uno de estos caminos: o bien matas a Candaules y te haces conmigo y con el reino o bien eres tú quien debe morir sin más demora para evitar que en lo sucesivo, por seguir todas las órdenes de Candaules, veas lo que no debes. 
        Otra, que puede considerarse continuidad de la anterior, viene del filósofo griego Platón. Cuenta que Giges era un simple pastor al que un día, mientras cuidaba de sus ganados, sobrevino un terremoto que produjo un abismo delante de donde estaba. Asustado pero decidido, descendió por el precipicio y halló, entre otras maravillas, el cadáver de un hombre que no tenía nada, excepto un anillo de oro en la mano. Reunidos luego los pastores de la zona en asamblea a fin de informar al rey acerca de los rebaños, sucedió que nuestro protagonista, sin darse cuenta, movió la sortija quedando oculto ante la vista de los demás que comenzaron a hablar de él como si no estuviese. Admirado por lo que acababa de ocurrir, tocó de nuevo la sortija con lo que se hizo visible. Y así, cada vez que movía la piedra, se hacía oculto o visible. Convencido entonces del poder de la sortija, trató de ser incluido entre los que viajaran hasta el rey y, una vez allí, aprovechándose de su nuevo poder, empezó su carrera política hasta apoderarse del reino.
     Por lo general a quienes han estudiado estas historias, Giges, de la tribu de los que mandan por encima de todo y de todos, les ha servido para destacar cómo el poder, cuando está a la mano, acaba subyugando hasta el punto de que no hay ni amigo ni hijo de vecino que nos detenga. Pero es curioso que poca gente se haya fijado en el origen de la historia, en el motivo que produce todo este episodio. Muchos improperios contra Giges que rompe la ética por la política, por el poder, pero ¿por qué no puede haber dos hombres vivos en el mundo que hayan visto desnuda a la reina? El fondo del problema es que resulta una gran desgracia, una maldición, vivir solo de apaños, aceptando como intocables las reglas del juego.

Las novísimas cabañuelas


        Agosto es el reino de las cabañuelas que, como casi todo el mundo sabe, es un sistema antiquísimo de predicción del tiempo. Basándose en el comportamiento medioambiental durante determinados días de ese mes, se  pronostican las condiciones meteorológicas que se darán durante el año siguiente a aquel en el que se hacen estos estudios. Cuando la especie humana, al descubrir la agricultura, se dio cuenta de que el éxito o el fracaso de su trabajo, es decir tener cosecha o no y poder comer o no, dependía del buen o malhumor de la naturaleza, se puso manos a la obra para encontrar procedimientos que le permitieran, por lo menos, conocer de antemano por dónde iban a ir sus caprichos. Era necesario indagar con la mayor urgencia las condiciones para la siembra, el abono y la siega. Y esta fue en su día la respuesta científica y moderna: averiguar los principios que facilitasen una predicción meteorológica veraz y consistente, basada en la observación y no la mera especulación. El descubrimiento del método supuso en su momento un avance tecnológico de mucha importancia.
         No les fue fácil sin embargo a estos genios innovadores implantar sus procedimientos ya que la propuesta desembocó en dos posiciones ideológicas enfrentadas con fuerza. El partido de los conservadores insistía en que los métodos para tales averiguaciones debían ser los de siempre, los heredados de sus mayores, los que la tradición había consagrado. Habrá que mirar, decían, el estado de las vísceras de los animales muertos, el patear de las gallinas, el vuelo de los pájaros, el curso de los ríos o la forma como graznan las ocas. Aunque parezca extraño, Montaigne  recuerda que incluso hubo un filósofo que defendió que hay aves que nacen sólo para servir a estos menesteres. Por su parte los cabañuelistas, el partido de los intelectuales, que eran más racionalistas y que constituían el cuerpo ilustrado de la época, mantenían una posición ideológicamente opuesta pues defendían que las predicciones sobre el tiempo y el clima debían hacerse de manera científica observando la naturaleza y estudiando sus reacciones, lejos de toda la parafernalia antigua.
       Al final triunfó la razón y la lógica frente al oscurantismo de los adivinos. Aunque imponer este nuevo sistema fue social y políticamente una empresa ardua y dura por las fortísimas presiones de los grupos tradicionalistas, que manejaban el poder, disponían de tribunales de inquisición y eran los dueños de los círculos económicos, incluidas las ocas y demás instrumentos de medición.
        Probablemente por desconocimiento, pues su fundamento está en su carácter localista, a día de hoy el sistema de cabañuelas tiene poca o nula credibilidad. ¡Imperdonable error! porque los humanos listos, los de las sociedades cultas, científicas, modernas y avanzadas como las nuestras, en lo tocante a lo de comer, vestirse y habitar hemos vuelto a lo de las vísceras y el andar de las ocas. Con el agravante de que el malhumor que medimos no es el de la naturaleza sino el de los mercados, una especie animal nueva (parece que con cuernos y rabo) que, a su capricho, juega con nosotros.