Al decir de las leyendas y mitos antiguos, la escritura
fue inventada por el dios egipcio Theuth. Cuenta el filósofo griego Platón que
este dios fue quien descubrió el número y el cálculo y la geometría, y hasta el
juego de damas y el de dados. Pero sobre todo su mayor invención fueron las
letras, la escritura. Y es el caso que, cuando Theuth, o Hermes, se lo contó al
faraón Thamus con el propósito de que éste se lo enseñara a todo su reino,
argumentando que haría a los egipcios más sabios y más memoriosos pues se ha
encontrado, le decía, como un fármaco, justamente, de la sabiduría y de la
memoria, el jefe egipcio le mostró al instante su malestar y su disgusto.
Porque la escritura, el sistema que permitiría materializar sobre la piedra o
sobre el pergamino los pensamientos y los sentimientos de las personas, lo que
producirá, le replicó, es “el olvido en las almas de quienes la aprendan ya
que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo a través de los caracteres
ajenos a ellas, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos”. Es decir,
que al faraón le pareció que escribir los pensamientos, los deseos y los
conocimientos iba a ser perjudicial para el hombre, fomentando el olvido al
tiempo que la intimidad personal iba a dejar de ser de uno, sería de todo aquel
que leyese lo escrito. Nuestra vida privada será propiedad común, vino a decir.
La pregunta que suscita esta
anécdota y la reflexión consiguiente es si andaba errado del todo
el faraón, si estaba justificado el temor del egipcio, es decir, si el invento
de la escritura iba a propiciar una pérdida de la capacidad de recuerdo de la
especie humana porque, una vez escritos los pensamientos y los sentimientos,
expresados en letras y signos de puntuación, es como si dejaran de
pertenecernos y pasaran a la vida pública, a la plaza, a la calle, a todo el
mundo. Y esto sobre todo ahora cuando las nuevas tecnologías no sólo guardan lo
que escribimos sino también lo que decimos, cómo lo manifestamos y exponemos, y
hasta la cara que ponemos cuando decimos lo que decimos. Las nuevas tecnologías
van horadando nuestra intimidad y es como si la escritura, ahora expresada en
tanto sistemas permanentes se hubiese adueñado de mucho de lo que somos.
Profundizando en esta reflexión pero desde el
contrapunto, Jorge Luís Borges nos cuenta la
terrible historia de Funes, un personaje con tal capacidad de memoria “que
sabía las formas de las nubes australes de un amanecer determinado y podía
compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro de pasta que había mirado
una sola vez y con las líneas de la espuma
que un día levantó un remo”. Funes, cuenta Borges, era capaz de recordar
“no sólo cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que
la había percibido o incluso imaginado”. Era, y es, “Funes, el memorioso”.
Las bibliotecas virtuales, están diciendo estos días los
medios de comunicación, no se heredan porque a fin de cuentas no son nada y una
simple desconexión las elimina de golpe. Cuando vamos camino de que la realidad
sea lo que nosotros creamos, de momento la escritura ya apenas si existe y se
está extinguiendo poco a poco.