Muslos y publicidad

Tratar de estimular el consumo, uno de principios canónicos más relevantes de la vida económica, es un pozo sin fondo cuando hay que buscar mecanismos para su eficacia. Pero animar a la gente a que, como el Serafinito de la zarzuela, sea comprador, sepa gastar, es un complejo y difícil arte convencional, al que llamamos jugando con los términos de propaganda y publicidad, un sistema de comunicación para masas, como lo describe nada menos que el sociólogo R. Merton. Es una actividad que ha existido desde que el hombre superó los niveles primarios de relación y cuya evolución exige por propia naturaleza una innovación e imaginación permanentes pues de otra manera acabaría muriendo por las esquinas. ¡Y cualquiera no busca conjuntos de nuevos símbolos para impactar en los potenciales clientes!
Cuentan que la cosa empezó en Japón y que ya se está extendiendo por otros continentes y países. Se trata simplemente, dicen las informaciones, de que, si eres mujer, mayor de edad y sueles utilizar pantalones cortos o minifalda, puedes ‘alquilar’ tus muslos por unas horas como superficie para campañas publicitarias. Todo consiste en llevar grabado en esa parte del cuerpo el eslogan de alguna marca comercial, el de un grupo de empresas, o lo que sea. Y ya se está empezando a pagar entre 100 y 150 dólares por pasearse unas horas con una publicidad adhesiva entre falda y rodilla. Claro que, si el invento es original, a los diseñadores de esta moda se les podría sugerir que también valen los muslos de los muchachos cuando reúnen los mismos o similares méritos. Y así podrían aprovechar, por ejemplo, a tantos miles de deportistas que comenzaron llevando en el pecho el eslogan de una marca comercial y poco a poco se van convirtiendo en hombres-anuncio, con referencias publicitarias casi por todas las partes de su cuerpo, como ya hicieron sin llegar a tanto en el último campeonato del Mundo de fútbol, que fue una explosión promocional como casi nunca se había conocido. Y aún quedan rincones anatómicos que podrían utilizarse. La frente ya lo ha sido.
El caso es que, aunque haya quien se queje de que estamos invadidos por la publicidad, todo ese mundo está aún en pañales. El éxito completo llegará cuando en lugar de afirmar que el árbitro ha señalado un penalti, digamos, por ejemplo, que ha pitado un “seat”. O una “casera” y así todos los nombres comunes. Que son unos pocos miles. 

De ferias y festejos

Uno de los entretenimientos más fabulosos es el seguimiento de los reglamentos de conductas en ferias, festejos y romerías que los gerifaltes de toda la historia han impuesto a sus súbditos o ciudadanos. No hace falta ser un notable investigador: son tan frecuentes, extravagantes y diversos que asoman por cualquier rincón de los libros de historia. Por citar algún ejemplo para adornar estas afirmaciones, “Las siete partidas” de Alfonso X; las normas de los Reyes Católicos dictaminando el número de personas que podían ser invitadas a una boda o bautizo para evitar las ruinas de las familias; la prohibición del chambergo que acabó con el motín de Esquilache; y últimamente poder quitarse la coleta los chinos. Naturalmente todo envuelto en grandes principios filosóficos, metafísicos y religiosos para echarse a temblar.
Parece obvio, sin embargo y sin necesidad de disquisiciones doctrinales, que estas fiestas populares han sufrido para una parte de la juventud un cierto quebranto expresivo al eliminar y excluir el carácter singular de cada una de ellas. Poco se ha estudiado este tema en cuanto a su universalidad y perseverancia pero el rito y el ritmo es idéntico en todas, ya se trate del comienzo del año, la fiesta de las cruces o la navidad, una modalidad que no se conoce en ninguna cultura. Desde luego que, a lo largo de la historia, todas, del tipo o sentido o significación o finalidad que fuere, siempre han tenido los mismos componentes: alcohol, cantos y bailes, música, prostitución más o menos encubierta… pero la mezcla de todos ellos han proporcionado cierta singularidad a cada momento y ocasión del año.
Ahora parece que este motivo lo aprovechan instituciones conservadoras (no se mezcle con derecha e izquierda que no siempre coinciden la opción social con la política) para con diversas excusas atar al personal. Pero ¿qué resuelven estos patrones de conducta? Ni ideológica y culturalmente está aclarado el diseño porque, metidos a filósofos e historiadores, quién define qué es tradicional o no. Mas el problema y la dificultad del Ayuntamiento de Fuengirola estará en la praxis. ¿Actuarán como agentes de la autoridad músicos que permitan distinguir unos géneros musicales de otros?, ¿qué tribunal decidirá y por qué procedimiento si una composición musical ha entrado en la tradición de Andalucía? Y así otro montón de trivialidades que adornan lo que es serio. 

Don Favila y lo del oso

La mayoría de los españoles (por no utilizar la figuración de: todos), la mayoría, de derechas o de izquierdas, moderados o progresistas, creyentes o agnósticos, moros o cristianos, altos o bajos y guapos o feos, seguro que coinciden, sin matices, sin rubor y asumiendo toda su responsabilidad, en creer a pie juntillas como hecho histórico que a don Favila, sucesor de don Pelayo lo mató un oso. A partir de ahí, las opiniones empiezan a diversificarse y ya es muy difícil conseguir lo que hace unos años estaba de moda, el consenso. Que si fue un encuentro casual; que es que se había ido de montería de la que Froiliuba, su esposa, bellísima por cierto, había intentado disuadirle; que si el propio rey por señalarse pidió a sus monteros que, como en las corridas de toros, le dejasen solo como al maestro; que si el oso se lo comió; y otras referencias por el estilo ya son peripecias y lances dudosos y por tanto discutibles. La coincidencia se circunscribe a que un fatídico oso dio con él. 
Así las cosas, ya tenemos delante una situación social tipo. Una verdad, que se considera incontestable, y a su alrededor un montón de teorías, hipótesis y conjeturas que vaya usted a saber qué grado de verosimilitud tiene cada una. Leyendo a unos y otros cronistas con sus intérpretes apropiados se puede llegar a conclusiones de lo más dispares. Desde el nombre y la belleza de su mujer a que por joven ni tuvo esposa… y otros tantos pormenores del mismo extremo, hay opiniones y explicaciones de todos los gustos y sabores. 
Andan estos días algo alborotados algunos políticos discutiendo sobre el margen de opinión que tienen los ciudadanos, lo que se llama la “opinión pública”. Si aceptamos como válida la definición de ese concepto que sugiere la socióloga Elisabeth Noelle-Neumann, como el conjunto de “opiniones y modos de comportarse que pueden expresarse y exhibirse en público sin arriesgarse al aislamiento”, ello quiere decir que, validada como opinión pública y verdad histórica lo del oso, nadie en su sano juicio se atrevería a negarlo porque ello le llevaría al aislamiento, a la posición de persona, cuando menos, extravagante e ignorante. Negar en público lo que es verdad oficial o que trata de imponerse como  tal, es muy peligroso porque lleva al aislamiento pero ello no significa que no esté ahí. No es tan fácil aceptar que le hagan a uno comulgar con ruedas de molino.  

Los otros Nobel

Aunque siempre hay por ahí algún malicioso o cantamañanas que pone en duda el mérito de los premios Nobel, la verdad es que estos galardones, salvo alguna que otra disputa menor sobre el acierto en algún premiado, son los más considerados del mundo y disfrutan de una consideración más que sólida. Los que ya son menos conocidos y por tanto menos disfrutados son los “contra-Nobel” o Ignobel en la terminología convencional, 10 premios alternativos a investigaciones que, como señala su lema, tratan de hacer reír y, después, pensar, aportar innovación y fomentar la investigación. La prensa contó hace un par de semanas cómo se había celebrado la ceremonia de entrega de los premios “mientras los espectadores lanzan los aviones de papel que hacen volando por la sala, como todos los años”. 
De todas formas, ahondando un poco en esta aparente diversión, cabe discernir el juego dialéctico de amor-odio que encierra su filosofía. De entrada porque “no vale hacer una investigación hilarante a propósito, es decir, planear un trabajo absurdo y gracioso. Los elegidos son investigadores que, a menudo, se dan cuenta de lo disparatado de su resultado precisamente cuando se les comunica que han merecido el IGNobel”. Marc Abrahams, un matemático norteamericano de 53 años fue quien los creó y sigue dirigiendo pero son un fenómeno mundial. Por lo demás hay científicos que han logrado los dos Nobel, lo que justifica el rigor de esta broma. Ratones que escuchan ópera para evitar el rechazo de su corazón recién trasplantado; escarabajos peloteros que encuentran el camino de regreso a casa mirando a la Vía Láctea; confirmación de que las personas se sienten más atractivas cuando están borrachas; al presidente de Bielorrusia Lukashenko por ilegalizar el aplauso en público; o el tratamiento quirúrgico de una epidemia de amputación de pene en Siam, entre otros cientos de ejemplos.  
Solo dos trabajos españoles han sido premiados hasta el momento: el invento de la máquina automática de lavar perros, y la demostración de que las ratas no pueden diferenciar entre el holandés hablado al revés y el japonés hablado al revés. Pero nadie debe desanimarse por tan escasa relación. Seguro que en un corto período de tiempo serán bastantes los investigadores que podrán entrar en la relación de estos privilegiados que, no se crea, no tiene su importancia. Dependerá del tiempo que dure este ministerio. 

No tener un reto

Hay que confesar, por más incómodo e inverosímil que resulte, que hay una persona que asegura no tener un reto en su vida. Ya se sabe que una cosa así es casi inadmisible que ocurra pero así es. La persona en cuestión, sin que se le caigan los palos del sombrajo, afirma que en verdad no lo tiene, no lo posee. “¿Será posible esto, se preguntan quienes lo saben? ¡Una persona sin un reto! Es la degeneración de la raza y casi el fin del mundo. Y lo peor y más sorprendente es que pretende ser político, vamos, que ya ha empezado a hacer sus primeros méritos en el partido, de momento llevando recados, siempre con su mejor gesto y, sobre todo, haciendo una reverencia expresiva y manifiesta, acompañada de una amplia sonrisa de gusto, cada vez que se topa (es un decir) en la sede con algún jefe o jefecillo orgánico. 
Y es que las cosas, nos gusten o no, son como son. Porque, como es a todas luces manifiesto, todo personaje público, político profesional o camuflado, dispone desde el momento de su ingreso en tal distinción de un vocabulario obligado de términos que ha de emplear según y como convenga al desarrollo de su función. Y como la tercera palabra de ese glosario es “reto”, en cuanto se echan delante un micrófono o una plataforma es lo primero que dicen, añadiéndole al sustantivo, en eso sí que tienen libertad, el calificativo que mejor le encaje. Lo terrible se produce cuando el reto es colectivo: “tenemos un reto” y en ese plural estamos todos. Es tremendo. Hay días en los que se levanta uno más bien tranquilo y, en cuanto se echa encima alguna radio, empieza a recibir retos que vaya usted a saber. Y dan ganas de volverse a la cama. Todo lo cual ha llevado a alguien a proponer que se cree un oficio público (con buen sueldo, dada la dificultad del trabajo) que se llamaría: “controlador público de retos”. Con dos capítulos: retos de los políticos y retos de la colectividad. Por cierto, en verdad ¿sabe alguien con precisión qué es un reto? Es como el tiempo, según decía san Agustín: si no me preguntáis qué es, lo sé pero si me lo preguntáis… 
Pues, salvo el ciudadano de la anécdota, ¿queda algún personaje público de los ya citados que no haya dicho en los últimos días que “tiene un reto” o, muchísimo peor, que “tenemos un reto”? Y el protagonista de la historia ¿llegará alguna vez a algo o será como esos ojos que, dice A. Machado, están “hartos de mirar sin ver”? 

Lo que renta la infidelidad

Emma, o mejor, si se quiere, Madame Bovary, lo había mandado llamar para decirle “que se aburría, que su marido era odioso y la existencia horrible”. Y ante la pregunta de Rodolfo sobre qué podía hacer él para remediar la situación, “¡Ah, si tú quisieras!... Estaba sentada en el suelo, entre las rodillas del hombre, suelto el pelo… y con un suspiro: Nos iríamos a vivir a otro sitio… a alguna parte”. Era un amor que, a juicio de Flaubert, crecía y crecía alimentado por la repulsión del marido. En una especie de proporción inversa, cuanto más se entregaba a uno, más execraba al otro y el “crescendo” provocaba en ella cada vez más un escalofrío de vida y de angustia al mismo tiempo. Ya conocen quienes hayan leído esta novela, que casi llena todo el siglo XIX, la prosopopeya y el  empaque de un adulterio fastuoso.
En todo caso ya se sabe la opinión de Montaigne, en el siglo XVI, que de alguna manera representa la concepción dominante burguesa, una especie de pensamiento único, cuando recuerda que la esencia del matrimonio, es “la posteridad y los demás”. Porque, claro, argumenta: “una cosa es el amor y la voluptuosidad y otra el matrimonio ya que en éste lo importante es la descendencia y en él el sexo sólo como por cortesía para no aficionarse. Una mujer seria no quiere ocupar con su marido el papel de entretenida”. Y lo grave es que basa su argumentación nada menos que en Aristóteles, que argumentaba “que hay que querer a la mujer propia severa y prudentemente, no sea que asediándola con lascivia extremada, el placer la desplace de los linderos de la razón. Ya que un placer excesivamente apasionado, voluptuoso y asiduo adultera la semilla y dificulta la concepción”.
Pero ya todo esto es historia. En estos tiempos que vivimos se ha perdido todo el montaje escénico de bombas y cohetes y la sencillez y naturalidad se han adueñado del escenario. Ahora, como dice el chiste, ya no hay que ir por las casas consistoriales. Hoy basta con una llamada o un gesto en internet para encontrar lo que se busca y, al contrario de lo antiguo, se quiere que nadie lo sepa. Así la empresa Ashley Madison, aquella que llenó de real publicidad nuestros espacios públicos y se dedica al negocio de la infidelidad, es una de las más entable del mundo y está a punto de salir a bolsa. Y con la salvedad de que, por cada hombre, hay dos mujeres clientas. Y el mercadeo no es ninguna tontería.

Los conflictos desconocidos

Sabido es que todos los comportamientos de los seres vivos son interesados, nacen por intereses, palabra por cierto desgraciada pues se le achaca en determinados ambientes sociales una discutible valoración decente negativa, lo que no se corresponde en absoluto con el uso neutral que hacen de ella los sicólogos y científicos en general. Este es un hecho como lo puede ser la ley de la caída de los graves o los principios de la termodinámica. Ya los filósofos principales nos han advertido de que una cosa son los hechos y otra las valoraciones que podamos hacer de las cosas de la vida, lo que significa que este principio básico de la conducta, comportarse en función de los intereses, nos impide valorarlo como bueno o como malo; simplemente es así. Diferente es que pueda producir efectos no deseados, como ocurre con la gravedad cuando, por ejemplo, se nos cae un objeto y se rompe. Los conflictos nacen (todos los sabemos y lo percibimos cada día) de los choques de intereses por unos u otros motivos mal resueltos.
Situaciones hay en las que viene a ser casi imposible superar o disolver los conflictos, especialmente cuando estos vienen exigidos por las estructuras en que se vive: dice el antropólogo Marvin Harris, refiriéndose, entre otros ejemplos, a la India, que en las castas inferiores no lograr mantener un posición respetable como miembro de las mismas equivale a perder la oportunidad de trabajar hasta en los oficios más ínfimos y, por tanto, hundirse aún más en la miseria. Ello origina un círculo vicioso tan infernal que, por antinatural que pueda parecer, aquellos que menos se benefician del sistema más lo consolidan y fortalecen.
Pero lo más dramático de esta tragedia humana sobreviene cuando los conflictos no tienen espectacularidad ni son conocidos y entonces la muerte o la aniquilación, física o moral, es doblemente estúpida. Por ello resulta cuando menos ofensiva la discusión de si hay que poner las cosas encima de la mesa por desagradables que parezcan. Eso no significa en modo alguno apoyar todos los tonos y maneras de su difusión. Antes al contrario, resulta cada vez más imprescindible la exigencia ética de hacer llegar a la opinión pública los conflictos que generan abusos de poder, especialmente los estructurales, por su sutileza y maldad. Pero hay que hacerlo no como espectáculo sino precisamente con el rigor que exigen tantos sufrimientos humanos.

Otras víctimas

     La gestión de los asuntos públicos, lo que se llama la acción política o, dicho de manera más breve, la política, es una tarea que por su propio dinamismo interno encierra en sí misma muchas aristas y más de una contradicción. Y ello especialmente desde que ya quedaron atrás, al menos en lo que llamamos el mundo occidental, los dos sistemas antiguos de gobierno (tradicional y carismático) de acuerdo con la clasificación de M. Weber. Por su parte Vidal-Beneyto ha señalado como una de las que denomina las siete paradojas internas de la democracia la que fija que, dada la moral triunfadora del éxito, la cratología (el poder por el poder o el poder a toda costa) se convierte en la finalidad a conseguir y mantener. 
       Pero quien ejerce todo este juego de conseguir y mantener la cosa como sea son las élites y en muy contadas ocasiones los de abajo, muy lejos desde luego del militante de a pie. Estos sin embargo ya se sabe que tienen una penitencia (no todo iban a ser alegrías) y es que en lo sucesivo se ven obligados a transformarse en seguida en expertos en todo y sabedores de nada para defender ante los demás todas las decisiones del gobierno de las que por otra parte apenas tiene noticia. Habrán de estar pendientes de si algún vecino hace un viaje por el norte y luego viene quejándose del estado de las carreteras, o de si otro exporta algún producto perecedero a Europa por si se presenta una huelga de camioneros en Francia. Y desde luego tendrán que saber la inversión en las embajadas o lo que se gasta en Justicia. Mira lo que hace tu gobierno, le dirá más de uno cuando le suban algún impuesto o tarden en atenderle en una oficina pública.
       El problema, más allá de la broma y del latazo, viene cuando estos militantes, que ejercen una actividad política sencilla y de escaso nivel estructural, son interpelados de manera molesta o hasta improcedente sobre asuntos de los que no tienen más informes que lo que dicen los medios de comunicación. Lo grave está en que hay ciudadanos que, molestos por cuestiones éticas o simplemente porque les han afectado a su bolsillo decisiones de los de arriba, prorrumpen en ultrajes y escarnios a quienes solo se ocupan de trabajar honestamente, con un sueldo que vaya usted a saber, que se olvidan de sus familias y, como diría el castizo, nada ha cogido ni de Bárcenas ni de los ERES. Y siempre quiso ser honrado. Y a eso no hay derecho.

Pobre don Acísculo

Aunque mucha gente no lo crea o no lo haya reflexionado, las palabras son seres vivos. Pero vivos de verdad, como cualquiera de nosotros. Bien es verdad que algunas son casi eternas, privilegio de que no gozamos los humanos,  pero en la práctica su comportamiento es bastante similar al nuestro. Por lo general, como nos ocurre a nosotros, nacen; se desarrollan; contraen enfermedades, son marginadas y caen en desuso; tienen éxitos y triunfos y así están en la boca de todos poniéndose de moda; y sus relaciones sociales son tan complejas o más que las de nuestra especie: forman familias, tienen hijos y nietos… Entonces, siendo así, ¿las palabras se casan? Naturalmente y algunas hasta se transforman en monógamas y fidelísimas con su pareja que no hay manera de separarlas. Bien es verdad que hay las que se ajuntan sin ningún tipo de pudor y otras que se separan y se divorcian, pero unas pocas viven toda la vida en santo matrimonio.  
¿Hay alguna larga sequía que no sea pertinaz o algo pertinaz que no sea una sequía?, ¿acaso una chupa que no sea de dómine o dómine que no tenga una chupa?, ¿o algún sitio en que haya de todo y no sea en botica?, ¿una forma de vivir bien que no sea de rey y una comida exquisita que no sea un bocado de cardenal? Y cuando alguien está convencido de algo y se mantiene firme, ¿se cierra en algo que no sea en banda? Pues así hasta el infinito. Y sabiendo, por supuesto, que todo esto es hoy pero que en el fondo, en el fondo cualquier palabra en cualquier boca puede caer en promiscuidad o amancebamiento y luego ya se verá. 
Lo malo de las palabras inseparables y monógamas es que, como pasa también en la vida en general, a veces resultan pesadas. ¿Hay algunas vacaciones que no sean merecidas?, uno de los latazos más tediosos e insoportables de todos los veranos, especialmente en los medios de comunicación más melifluos y remilgados. Porque, veamos, ¿cuánta gente merece en verdad unas vacaciones? ¡Ah! Triste historia en muchos casos este maridaje y, si no, véase lo que le ocurrió a don Acísculo de Montealba, según la crónica de La Codorniz: era este señor un probo hombre de pueblo que por más impulsos que hacía nunca conseguía llevar a cabo una protesta enérgica. A él le salían protestas justificadas, protestas suficientes, y hasta protestas convincentes, pero nunca enérgicas. Y así hasta que acabó reprobado y desacreditado por todo el mundo. 

Ganar tiempo

Hace algo más de un año el gobierno israelí proponía como excusa para ganar tiempo, en su política de hacer imposible e inviable sobre el terreno el Estado y pueblo palestino, la fuerza atómica de Irán. Cuando algún cándido y biempensante recordaba que el drama palestino no podía esperar un día, los responsables públicos del pueblo judío mostraban ostentosamente su disgusto e insistían en que lo de las conversaciones era un tema menor. Una y otra vez. Y fue entonces cuando el nobel de literatura y premio Príncipe de Asturias Günter Grass publicó unos versos para poner sobre la mesa por qué se negaba a Irán lo que se ha permitido de manera impune a Israel: “¿Por qué solo ahora lo digo, / envejecido y con mi última tinta: / Israel, potencia nuclear, pone en peligro / una paz mundial ya de por sí quebradiza? / Porque hay que decir / lo que mañana podría ser demasiado tarde,…”. Todas las furias y los demonios cayeron sobre su cabeza. 
Ahora, mientras Irán anda entretenido en un cambio de gobierno, que por cierto parece a muy primera vista algo más templado que el anterior, la forma de ganar tiempo más útil son las llamadas conversaciones y negociaciones con la Autoridad Palestina. Un quehacer, que, aparte de dar carrete para seguir construyendo en terreno palestino, analizado con calma, plantea la pregunta obvia sobre qué podrán negociar y acodar. No es un tema de intenciones, es que desde la teoría y tal y como está la situación, no puede llegar a ningún término, a ningún pacto. Técnicamente es imposible acordar nada, más allá que alguna fruslería que, incluso por parte palestina, a lo mejor hasta ni la acepta Hamás. ¿Alguien puede definir cuál sería un posible compromiso final? 
En Israel no hay alta política ni grandes ideales a alcanzar. Su única empresa es perder el mayor tiempo posible en zarandajas, necedades y futilidades (por utilizar palabras vacías) para ganarlo hasta que llegue un momento en el que el Estado Palestino sea imposible. La pregunta clave en el acertijo del futuro es pura praxis: mientras parlan y hacen como que parlan y parlan, mientras revuelven y revuelven haciendo como que aclaran sin aclarar nada, ¿cuántas viviendas nuevas permitirán construir a los radicales y belicosos colonos en Cisjordania y Jerusalén Este? Con un montón de actores y cómplices, es el gran teatro del momento. El “¡reloj!, dios siniestro, espantoso…” de Baudelaire.

Los seguidores

        Resulta curioso, al menos a primera vista, que sea Gnaton, personaje de una comedia del escritor romano Terencio, nada menos que del siglo II a.n.e., el que se atribuya a sí mismo el mérito de haber inventado lo que llama “la renovación, el nuevo mérito de cazar pájaros”, es decir, de mantener la raza de los parásitos. Tan convencido está de haber descubierto la nueva y definitiva forma de vida de este tipo de personaje que, refiriéndose a un antiguo y desfasado colega, llega a decir: “Le invité a seguirme para ver si era posible que, de la misma manera que las escuelas filosóficas reciben el nombre de sus fundadores, así también los parásitos se llamaran gnatónicos". Y para justificar la bondad y eficacia de sus afirmaciones y el peso de sus argumentos asegura: “¡mira qué color, qué lustre, qué ropa, qué carnes! Lo tengo todo y no tengo nada y, aunque no tengo nada, sin embargo nada me falta”. Así que ¡éxito total y vida plenamente resuelta! Pero el intríngulis de esta historia, no está muy claro si en la ficción o en la realidad, el intríngulis está en saber cómo el protagonista ha alcanzado tal grado de fortuna que hasta le lleva a proponer seguidores y discípulos. 
La novedad de Gnaton sobre los métodos de la escuela antigua estriba en que, antes de su reforma, todos aquellos que querían vivir en torno a un personaje, acompañándole en un juego mezclado de cohorte y de protección, se veían obligados a hacer las gracias necesarias para mantener contento al señor y aguantar más de un pescozón y buenos golpes, todo acorde al humor del importante. De ahí la revolución  incuestionable de nuestro hombre: “hay una clase de hombres, dice, que quieren ser los primeros en todo y no lo son. A ellos les sigo; en vez de prestarme a que se rían de mí, soy yo el que me río de sus gracias, y al que al mismo tiempo admiro su ingenio. Cualquier cosa que dicen, la aplaudo y si dicen lo contrario, aplaudo también. Si uno dice que no, digo que no; si dice que sí, digo que sí. En fin, me he propuesto adularlo en todo. Este es hoy, con mucha diferencia, el negocio más fructífero”. 
      Naturalmente, se entiende, con su método revolucionario, propio de mentes lúcidas y de ingenios sibilinos, sinuosos e insondables y no con la vulgaridad del palo y tentetieso, de la presión chanflona y sin categoría. En estas condiciones, ¿lo seguirá siendo a día de hoy? ¿Hacia dónde habría que mirar?

Hablar y decir

Proponen algunos paleontólogos que la primera palabra que pronunciaron nuestros antepasados fue la negación “no”, en un proceso de transmisión de experiencias anteriores. Dicho de otra  manera, ese “no” significaba indicarle al otro que lo que pretendía llevar a cabo era peligroso, difícil, de mucho riesgo y que por tanto “no debía hacerlo”. Dicen que el “no” pudo ir vinculado a alguna prohibición paterna. Y la razón parece sencilla: nuestra especie ha podido sobrevivir porque ha sabido trasmitir a los nuevos miembros que se han ido incorporando sus experiencias, lo que ha evitado que cada individuo haya tenido que aprenderlo todo por sí mismo. En ese caso hubiéramos desaparecido. Esa es la función de la cultura como medio de transmisión de conocimientos y lo que ha evitado que cada uno tuviéramos que empezar desde cero. Seguro que también las demás especies vivas tienen un “no” en sus comunicaciones pero ese es ya otro cantar.
El “no”, que efectivamente pudo estar al principio de la comunicación como sistema o medio para dirigir, advirtiendo en un caso o reprimiendo en otros,  la conducta de los novatos supone, a juicio de los lingüistas, la suprema determinación clarificadora. Sin apenas necesidad de habla y más apoyado en el decir. Porque, no se olvide, decir y hablar no son la misma acción. Decir y hablar, o hablar y decir, en verdad poco tienen en común y apenas relación. No todo el que habla dice ni tampoco quien dice habla. Precisamente en esta época estamos de mucho parloteo, encubridor y  que distrae sin que en muchas oportunidades apenas dice nada.
Cuenta el historiador griego Heródoto que había un rey egipcio enormemente interesado en averiguar qué pueblo era el más antiguo y, para conseguir su propósito, pensó que lo más lógico era indagar cuál es la primera palabra que, al romper a hablar sin influencia alguna, pronuncian los niños. Para ello ordenó a un pastor que mantuviera a un par de niños, elegidos al azar, alejados de todo ser humano. Así fue hasta que a los dos años un día estos, dirigiéndose al pastor, le dijeron “becós”. Hubo que escudriñar el origen y el significado de la palabra. Y entonces se descubrió que ese término, becós, es el que utilizaban los frigios para denominar al pan. Curioso. “No” desde la ciencia y “pan” desde la leyenda son las primeras palabras del lenguaje humano. Pan y no, que siempre hablan y dicen. Y vaya que sí.

Cuentecillo veraniego

Hay una antigua parábola de origen oriental superconocida que muestra lo que con palabras un poco redichas podríamos llamar “la inconsistencia de lo que tenemos delante de nuestro conocimiento”, de lo que, más o menos pomposamente, llamamos la realidad. Dicho de otra manera, que por mucho que nos esforcemos en negarlo es imprescindible tener siempre presente que las cosas no solo no son como se nos aparecen sino que llevan detrás de sí un montón de intenciones y de significados que arrastran a la confusión y al desconcierto.  
Según el cuento de referencia, a una oferta pública de boda de la hija de un mandarín un día se presentó un labriego asegurando que poseía poderes tan especiales que podía averiguar hasta los verdaderos pensamientos y las exactas intenciones de la gente pero, naturalmente, exigía llevar a cabo la exposición de motivos en una entrevista personal y secreta con el propio amo. Y así fue. Pero mientras reían a carcajadas de las pretensiones del pueblerino los pajes, los criados, los próceres todos y hasta el pueblo más sumiso y adulador, comentando la osadía de quien no aparentaba más que ignorancia, apareció el gerifalte anunciando, tras la charla con el protagonista, que le habían convencido sus poderes y sus razones y que anunciaba la determinación de casarlo con su hija. Innecesario es decir que, desde aquel momento, a ningún cortesano se le ocurrió nunca más dejar de ser leal ni siquiera en el pensamiento por entender que debían ser verdaderos los poderes que había ofrecido aquel sujeto al jefe. Una historia, por cierto, que tiene una segunda parte en la que se relata que el primer emperador de China, Qin Shihuang, había conseguido plantar delante de su palacio un césped que averiguaba los pensamientos de quienes se atrevían a pasar por allí, lo que le garantizaba también impunidad absoluta de sus súbditos.  
En estas semanas nos estamos hartando de escuchar historias que encierran acertijos a flor de piel y escondrijos llenos de ladroneras, cuyo secreto anda perdido por cañerías y recovecos. Por eso para quien no conozca el final de la conseja habrá de aclarársele que el mensaje del aldeano al mandarín fue más o menos este: “si tú me casas con tu hija, todos creerán que es verdad lo que he anunciado públicamente y de esta manera ya se cuidarán de hacer, y hasta de pensar, lo que ni pueden ni deben. Tú verás si te conviene mi oferta”.

Querer y saber irse

Dicen los politólogos que, salvo el caso del romano Sila, los dictadores no abandonan el poder cuando lo controlan. Seguramente es verdad pero también lo es que a lo largo de la historia muchísimos políticos han decidido su renuncia. Otra cosa es por supuesto quienes lo hacen de manera prevista y establecida en las leyes y reglamentos. Pero hay quienes, por la razón que fuera, dejan el sillón sin que esté previsto en el procedimiento. Uno de los últimos gobernantes de nuestro entorno de quien corren rumores que pronto pueda hacerlo, al haber promovido un sistema de declaración personal de sustitución, ha sido José Griñán. Bien es verdad que aún ejerce su tarea pero no solo se ha convertido en el “pato cojo” de USA sino que parece bastante probable que se marche un día de estos. Al menos eso asegura mucha gente. ¿El motivo? Únicamente se sabe que unos días antes del anuncio, a la pregunta de cómo se encontraba respondió: "Mayor y rodeado de enfermedades". 
La teoría política democrática y popular establece tradicionalmente que el gobernante, para justificar su gestión, debe respetar dos legitimidades, la del  origen, sobre cómo fue elegido y la de ejercicio, la manera de gobernar. Pero hay una tercera, también imprescindible si se quiere que florezca la gestión representativa, que es la respetar los procedimientos para la alternativa de la sucesión. En algunos regímenes está legalizado el llamado “dedazo”. En otros, más participativos y más democráticos, el sistema resuelve la continuidad. Lo que sin embargo pervierte el proceso y lo transforma en deshonesto políticamente es hacer una cosa, palmeros orgánicos incluidos, y decir que se hace la contraria, sobre todo cuando no es necesaria, nombrar una vicaría ad limitem, diciendo que se la elige popular y democráticamente. 
La simulación de un falso procedimiento ha sido tosca intelectualmente, tan poco sutil la teatralidad, que no puede entenderse que sus autores crean que alguien les ha creído. Pero los políticos están tan acostumbrados a negar la evidencia y creer que la gente lo admite, que llegan al paroxismo de pensar que viven donde no viven. El diccionario define el paripé como fingimiento, simulación o acto hipócrita. Pero no se olvide que en la Tesis de Nancy, Ramón Sender, a través de su personaje, lo entiende como “una especie de desaborisión con la que se les atraganta el embeleco a los malanges”. 

La fama, otra mercancía (y 4)

Si se analiza con cierto distanciamiento y aplomo, la fama ofrece, cuando se la cita, un “no sé qué” extraño y raro. Como si todo lo relacionado con ella oliese a chamusquina, no fuese algo claro, estuviera contaminado de malas artes. De una persona se pueden decir muchas cosas, afirmar bastantes cualidades, unas desde luego que nuestra cultura dominante considera positivas y de buen tono y otras, como es natural, que vienen a ser un baldón para quien las posee.  Decir de alguien que es famoso genera en muchos casos dudas y recelos, escuchar la palabra fama produce un cierto tufillo de sospecha, de algo que no está limpio del todo. Al punto que, como excusa, lleva en seguida a que sus protagonistas distingan en seguida entre quienes la buscan de manera directa y los que se topan con ella al margen de sus intereses o deseos. 
Probablemente esta circunstancia se produce porque en el fondo hay una censura moral, cierta o simulada. Pero ¿por qué este escándalo o anatema, por qué esta repulsa ética para con la fama? En realidad la notoriedad, la nombradía es un bien, un recurso de negocio, una moneda con características similares a cualquier otro capital o dinero que utilizan aquellos que o no tienen otro valor que vender o prefieren hacer uso de esta ventaja por las sinecuras que ofrece. Sobrevenida o buscada, cada uno hace uso de ella de acuerdo a sus preferencias y necesidades. Como cualquier otro de los muchos recursos de que nos valemos los humanos para vivir, sobrevivir o buscarnos una vida más placentera. Un producto que, como en una especie de bolsa de la vida, sube o baja de valor. Lo apunta don Quijote: “Quiero decir, Sancho, que el deseo de alcanzar fama es activo en gran manera”. Y tanto.  Como siempre.
Podrá molestar que alguien venda sus intimidades (de manera real o simulada, que ese es ya otro cantar) pero la condena ética y moral de esta acción, incluso si es sincera y no manipulada, resulta injusta. ¿Que por qué hay gente que vende sus intimidades? Como otros comercian con otras habilidades, manuales o intelectuales, como en definitiva todos negociamos con lo que tenemos, aquello que se transforma en mercancía porque hay alguien que lo compre. En verdad que estamos llenos de hipocresías, apariencias y dobleces. Un capital y una dividendo. ¿Quién no vive de sus cualidades?, ¿coinciden las cualidades de una persona en ser buenas con ser rentables?

La fama buscada (3)

Siempre ha habido gente, personas o grupos que han buscado la fama de manera firme y decidida y sin dar vueltas ni revueltas, por entenderla como un valor en sí misma. Siempre y en cualesquiera circunstancias, incluido aquello tan viejo de que bien es que hablen de uno aunque sea mal.  
Y a lo largo y ancho de la historia y de la literatura hay testimonios suficientes para mostrar y demostrar la exactitud de esa afirmación. Sin necesidad de andar hacia atrás en la historia, ya hace algo más de dos mil años un poeta, curioso por su vida y su obra pues siempre escribió y vivió pendiente y locamente enamorado de su amada mientras que ésta andaba con unos y con otros, Catulo, lamenta la fama a cualquier precio: “¿Qué locura, desgraciado Rávido, / te lleva de cabeza a mis pullas? / ¿Qué dios no bien invocado / te predispone a una insensata pelea? / ¿Para estar en boca de la gente? / ¿Qué pretendes? ¿Hacerte notar como sea? / Lo conseguirás, puesto que has pretendido / querer a mi amada a cambio de un largo castigo”. Y un poco después el poeta romano, de origen hispano, Marcial, en el siglo I de nuestra era, “No te basta, Tusca, con ser goloso, (dice a un amigo en un afamado verso) / quieres que te lo digan y parecerlo. 
Y así con unos u otros matices basta copiar de El Quijote estos casos que Cervantes considera simbólicos y le sirven después para, como contrate, hacer una reflexión religiosa: “¿quién piensas tú que arrojó a Horacio del puente abajo, armado de todas armas, en la profundidad del Tibre?; ¿quién abrasó el brazo y la mano a Mucio?; ¿quién impelió a Curcio a lanzarse en la profunda sima ardiente que apareció en la mitad de Roma?; ¿quién contra todos los agüeros que en contra se le habían mostrado, hizo pasar el Rubicón a Julio César?; y, con ejemplos más modernos, ¿quién barrenó los navíos y dejó en seco y aislados los valerosos españoles guiados por el cortesísimo Cortés en el nuevo mundo? Todas estas, y otras grandes y diferentes hazañas son, fueron y serán obras de la fama que los mortales desean como premios y parte de la inmortalidad que sus famosos hechos merecen…” La pregunta que, con estos y similares comportamientos, viene más a cuento es la valoración que merecen y sobre ello sería de interés deshacer algunos entuertos y determinados juicios y opiniones que, a veces, se llevan a cabo de manera acelerada, precipitada y por tanto muy injusta. 

La fama no buscada (2)

La fama, ya se sabe, es una cualidad o atributo, como otros muchos, de la persona (¿también de los animales, de los seres vivos, de los objetos?, terrible discusión como la de si los animales tienen derechos humanos o no). Cualidad o atributo que puede equipararse a la belleza, la agilidad, la benevolencia o la altura. Y a otros miles más. Y las cualidades, como el archifamoso Aristóteles decía, por lo general tienen un más y un menos, de manera que no todos las poseen en el mismo grado ni todos tienen idéntico origen y por ello que se den tantos grados y variedades. En cuanto a lo primero, ello ocasiona que  algunos pueden tenerla en grado sumo (una gran belleza o una extraordinaria altura) mientras que otros solo en escaso grado (más bien fealdad que belleza o ser un bajitos). Y así hay famosos y famosillos, o famosos de aquí y no de acullá y al revés. Y luego está el quid de quién lo percibe. 
Otro paño es lo de su origen. Porque una cosa es la notoriedad sobrevenida con ocasión de una circunstancia ajena a la voluntad de la persona. Puede ser una herencia, como ocurre con el hijo o delfín de un famoso; el acompañamiento de un actividad como en el caso de los deportistas o de los políticos; también la consecuencia de un acontecimiento fortuito que le hace a uno aparecer en los medios de comunicación, sean estos los del barrio, el patio de vecinos o los de la televisión mundial. La fama no buscada directamente sino simplemente surgida, que podemos llamar derivada o resultadista, tiene lógicamente unos códigos de comportamiento muy diferentes de aquella otra que es directamente mendigada como producto de una decisión personal.
Tiene su trampa de todas maneras este tipo de fama no buscada. Incluso habrá quien podrá creer que es más inteligente y sibilina que aquella otra en el que uno reclama protagonismo. Y esa trampa viene del posible disimulo con que se actúa, aunque naturalmente no en todos los casos. Pero si los futbolistas, a los que en principio solo debe interesar salvar o hacer goles y cobrar luego su salario por este menester, no fueran famosos, ¿tendrían tantos aspirantes a ese trabajo? Otra cosa es que uno vaya por la calle y de pronto se encuentre con un magnicidio y ello le haga saltar a la historia. De todas formas una cosa es eso y otra ir directamente y como sea a por la fama. (Pero quédese para mañana lo referente a este tipo de conquista).

Cosas de la fama (1)

A estas alturas de la vida sorprende que haya quien se asombre y pasme de que existan personas que, por encima de todas las cosas, busquen la fama y el conocimiento, no siempre por supuesto reconocimiento, general. Extraña porque dicho deseo de notoriedad no es de hoy sino que ha estado presente a lo largo de toda la historia humana. Ya sea su origen la sed de inmortalidad y permanencia entre los vivos, que preconiza don Miguel de Unamuno; el refuerzo de la autoestima, que sugieren algunos sicólogos; o una manera de buscarse la vida, no existe rincón ni grupo en el que no haya más de un candidato a ese honor. ¿O acaso no da incluso entre los animales en la demanda, en ese caso, de beneficios alimentarios o sexuales? Y cuando se entra en ese juego de búsqueda de renombre todo vale y de todo hay que aprovecharse si no se tienen mayores méritos o merecimientos. 
Datos y noticias de lances de esta pretensión los hay por cientos. Cervantes en El Quijote relata más de uno como aquel que sucedió “al grande emperador Carlo Quinto con un caballero en Roma”, que, estando sobre el tragaluz de un edificio muy alto, le confesó “Mil veces, sacra Majestad, me vino deseo de abrazarme con vuestra Majestad y arrojarme de aquella claraboya abajo por dejar de mí fama eterna en el mundo” Claro, que, hablando de fama, el personaje imprescindible es Eróstrato (o Heróstrato), aquel pastor griego que en la noche del 21 de julio del año 356 a.n.e. (es la fecha convencional) quemó el templo de Artemisa en la ciudad de Éfeso, una de las siete maravillas del mundo, con la sola finalidad, según declaración propia aunque confesada bajo torturas, de ser famoso, de que la historia se acordase de él. Es conocido que el rey, para castigarlo, condenó a quien mencionara su nombre pero la ingenuidad de esa decisión no pudo ser mayor. Es como cuando se prohíbe un libro y ya se sabe. Eróstrato, llamado al principio el innombrable, no solo es citado por un montón de autores sino que hasta da nombre a un tipo de complejo: la tendencia a asesinar personajes famosos para conseguir los 15 minutos de gloria y nombradía.
Nadie piense que nuestros vicios y nuestras virtudes caen bajo la férula de la evolución y son por tanto diferentes de los que adornaban a nuestro antepasados. Aparte modas y pensamientos únicos, según el capricho y los intereses de los poderosos, nuestra conducta es la misma de siempre.

Cuitas para la monarquía

Aunque a veces es contradictoria, uno de los ingredientes más significativos y reiterados de la sabiduría popular es un alto punto de sarcasmo y desesperanza. Señalar el lado negro de las cosas o aventurar que caeremos por el precipicio forman parte del argumentario común por aquello de ser realistas. Ahí están para documentarlo, bromas aparte que es mejor reír que llorar ante lo inevitable, las leyes de Murphy. La primera ley de Scott: “lo que va mal, por lo general, tiene aspecto de funcionar bien” o corolarios tan conocidos como: “si algo no puede salir mal, saldrá mal”. Hablamos mucho sobre lo que son las cosas, sobre la realidad como si ésta fuese única cuando en verdad nada es sino como nosotros lo vemos, como lo percibe nuestra hermenéutica. 
Como quien no quiere la cosa, empezaron a complicarse los asuntos de la monarquía, algo así como empezar a dar tumbos, en unos casos con cierto fundamento y en otros no tanto, que tampoco hay que exagerar. El caso es que no andan muy bien y los sondeos de opinión y determinados comportamientos públicos muestran un cierto chirrido incómodo y agrio. ¿Tiene arreglo espontáneo? Esto es lo arisco porque fórmulas que tratan de componer el desaguisado se vuelven del revés. Lo del yate, por ejemplo: donado buscando mostrar austeridad, pues se hacen lenguas que si a buenas horas y a esa edad; que así pagará los impuestos el Estado; que, si por razón de protocolo fuese necesario, estaría a disposición… y otras monsergas del estilo. A la no imputación de la infanta le ocurre lo mismo: que los fiscales y abogados del Estado van con el abogado defensor; que la otra señora que se supone ha jugado un papel similar sí lo está; o que ya veremos cómo queda el lío del yerno que, como se usen argucias legales, legítimas por otra parte, a ver cómo reacciona la gente. Todo muy turbio. 
Del desaguisado no augura buen final, para este y otros asuntos del particular político, el siempre citado Montesquieu: “el principio del gobierno monárquico es el honor, el del despótico el temor y el del democrático la virtud y cuando ésta se pierde, es muy difícil recuperarla” y añade que ni el despotismo puede sobrevivir sin el temor de los ciudadanos ni la democracia sin virtud cívica ni la monarquía sin honor. Y Quevedo se pregunta en “El alguacil endemoniado” si hay reyes en el infierno y se responde que muchos. ¿Pesimismo?, ¿optimismo?...veremos. 

Comida, bebida y sexo

Defendía M. Foucault, un importante filósofo del siglo pasado que, si pudiera establecerse una pauta cultural de Occidente, ésta es la forma en que hemos trasladado el sexo al lenguaje, una pauta muy antigua pero que, poco a poco, a diferencia de nuestros hermanos orientales, se ha ido llenando de tintes penitenciales y otros modos de expresión más o menos viscosos o confusos que utilizamos. Dicho de otra manera, nuestro entorno cultural se distingue del resto del mundo en la consideración del sexo como algo profano por lo que no existen cultos fálicos ni ceremonias que aseguren la fertilidad, como describe Javier Ortega.
Viene a cuento esta referencia si uno se pone a considerar el buen lío ha podido montar el famoso actor Michael Douglas al afirmar que el sexo oral fue el causante del cáncer que ha padecido. Tanto que en seguida se ha dedicado a desmentir lo que aseguran que dijo, sugiriendo que este tipo de enfermedad se produce por motivos diferentes que la práctica que él había señalado. Y, claro, al vincular el placer y el sufrimiento ha dejado en el ambiente un no sé qué que rehúye la broma y se encauza en el gusto morboso del padecimiento como resultado del goce y el regalo. Seguro que para disfrute de más de uno (por arriba o por abajo, que de todo hay en la vida).
Poca gente desconoce el concepto de lo que los sicólogos llaman “la autonomía funcional”, un camino de progreso evolutivo que ha seguido, y sigue, nuestra especie en diversos ámbitos del comportamiento y que sustancialmente consiste en que hemos ido perfeccionando y desarrollando de tal manera nuestra relación con las necesidades elementales que poco tienen que ver con lo que eran. Aunque hay muchos otros y muy importantes, los ejemplos que en las conversaciones se utilizan son tres: la comida, la bebida y el sexo. Lo que en principio era, y sigue siendo, la respuesta a unas necesidades básicas, ha acabado dejando a un lado, a través del perfeccionamiento científico y cultural, lo originariamente biológico  de manera que ahora en bastantes ocasiones bebemos sin sed, comemos sin hambre y practicamos el sexo sin buscar hijos. Independientemente de su necesidad originaria, hemos hecho un arte de la bebida; un arte de la comida; un arte del sexo. Y para disfrutar de ello, comemos, bebemos y sexualizamos en todas las variantes razonables de cada una de estas tres actividades. Incluido el oral.

El gallo que despertó a Mícilo

Luciano de Samosata, un filósofo del siglo II que escribió libros de humor ácido y hasta cáustico, cuenta en uno de sus Diálogos que Mícilo estaba dormido soñando que era muy rico hasta que un malhadado gallo le despertó muy de mañana, lo que le llevó a darse cuenta de lo que era en verdad: un pobre, que hoy llamaríamos de solemnidad. Muy disgustado con el animal, comenzó a lanzarle improperios de todas clases: “Mal hayas tú, gallo perverso, el mismo Júpiter te acabe; mal hayas mil veces, inquietador de mi descanso que ahora con tu voz aguda y penetrante me quitaste de un dulcísimo sueño”. A lo que el gallo contestó: “Señor Mícilo, menos cólera que en verdad pensé yo que le hacía un gran favor porque, levantándote más temprano antes de que saliera el Sol, pudieses trabajar más y hacer más obra, así tendrías más tiempo para ganar de comer de aquí a la noche. Mas, si no quieres, duerme cuanto quisieres porque, cuando no tengas  para conseguirte el sustento diario, echarás de ver lo que es hallarte rico durmiendo y despierto muerto de hambre”.
Tamaña discusión entre el gallo y Mícilo si ponemos sobre la mesa el alcance de la realidad y de su origen, de lo que pasa y de lo que debería pasar. Porque en el cuentecillo, si bien se mira, se entrecruzan dos niveles que, con más frecuencia de lo pudiera parecer a primera vista, en bastantes ocasiones están distantes y contrapuestos. Por una parte una recomendación instrumental: “despierta y trabaja si quieres comer”. Pero por otra y sobre todo lo que en principio puede parecer ante un supuesto deterioro de las costumbres una lección moral, una invitación al cumplimiento del deber, una llamada a un estilo de vida. Así lo entiende el autor en las consideraciones que añade al chascarrillo y la misma opinión parecen compartir tantos predicadores morales que, al hilo de la movilización de los poderosos para sacarle más jugo a la gente (lo que ha acabado denominándose crisis), andan mezclando churras y meninas con los valores morales. Todo ello en un intento, consciente o ingenuo, de encubrir con supuestas razones aparentemente sensatas, juiciosas y justas (lo que los filósofos llaman ideologías) lo que es simplemente un aprovechamiento culpable y perverso.
En el fondo es la pregunta que como título de un libro propone Jorge Wagensberg: “Si la naturaleza es la respuesta, ¿cuál es la pregunta?” Es decir, dónde está el sueño.

Tiempo de certidumbres

Parece que últimamente estamos casi todos de acuerdo en que, a la vista del zarandeo y estremecimiento que estamos viviendo, estamos desorientados y ni sabemos dónde nos hallamos ni hacia dónde nos dirigimos y estamos construyendo un relato que explica el abandono de valores y la ignorancia de lo que vale y lo que no, que en definitiva nos domina una total incertidumbre, inseguridad y escepticismo. Y bien es verdad que mucho de esto hay, que nos ha  entrado el cosquilleo de no entender lo que pasa, de desconocer su sentido final, como diría Paul Ricoeur, uno de los filósofos más lúcidos del siglo pasado. Es lo que ocurre cuando, por ejemplo, se dan tantos bandazos, tantos disparates, sin tener claro con qué propósito se hacen, cuando se recorta masivamente y como sin ton ni son mientras no se reforman las estructuras que chirrían y por las que se van los ahorros y los tesoros. 
Pero no se crea que, a pesar de todo esto no estemos aprendiendo. Antes al contrario, con esto de la crisis estamos experimentando lamentablemente hasta dónde es capaz de llegar una época, una cultura y una civilización que venía ejerciendo de faro moral ante el mundo y que se consideraba superior al resto de la humanidad, con los derechos humanos como estandarte a todas horas y a cada rato. Estamos comprobando cómo la indiferencia, la frialdad y la inclemencia se han adueñado de nuestra vida pública y pasan las semanas y los días sin que se resuelvan ni se aclaren las contingencias que están creando sufrimiento a tanta gente. A lo mejor había quien dudaba pero ahora ya lo tenemos claro. Lo que aquí importa es que las grandes cifras cuadren, no la amargura personal. De esto sí que hemos alcanzado certidumbres más que sólidas. 
El último ejemplo no puede ser más elemental y obvio. Mientras los poderosos articulan una y otra vez discursos sobre la austeridad, la ética y todas esas panoplias, colman sus grandísimos sueldos con otros complementos aún mayores. Tranquilamente y sin sonrojo. Y lo peor es que, viendo cómo han reaccionado los responsables de las otros partidos, parece que ellos también están en ese juego, que participar de este festín es norma universal entre los grandes responsables públicos. Mientras, que siga su trámite sereno y tranquilo la ley sobre los desahucios. Todo con calma. ¿Para qué correr? Certezas que estamos adquiriendo en este tiempo de alboroto y agitación.  

La casa del otro lado

Dentro de los eslóganes de que se nutren los discursos oficiales y oficialistas, aconsejando remedios para salir de la confusa situación en que nos encontramos, hay uno que de alguna manera prevalece y es el de la competencia. Y no es que en las pasadas épocas de bonanzas hayamos marginado tal recomendación. Antes al contrario, la gente lista y que se da cuenta de por dónde vamos ya se cansó en su momento de advertir y regañarnos de que, por el camino que habíamos tomado,  no íbamos en la buena dirección; que tanta competencia, competitividad y rivalidad, en lugar de promover una buena evolución, estaba estropeando las cosas más de lo razonable. Pero, como nadie hizo caso y todo fue competir, competir y competir, pues así quedó el asunto. Ahora sin embargo estamos en otro escenario, en otro territorio muy diferente, y el camino a seguir tiene otros componentes y otras virtualidades.  
El intríngulis está en que de lo que se trata en estas circunstancias es de resistir y aguantar, que, como suenan los vientos y las tempestades, mantenerse ya es bastante. Lo que requiere una buena capacidad de entereza. Es la hipótesis llamada de la “reina roja” por el personaje de Lewis Carroll que le dice a Alicia en A través del espejo: "En este país tienes que correr todo lo que puedas para permanecer en el mismo sitio". Como explica Javier Sampedro, este paradigma son las carreras de armamentos entre predador y presa: los conejos corren cada vez más para escapar de los zorros, lo que fuerza a los zorros a correr cada vez más para seguir comiendo lo mismo que antes; las corazas de las presas se hacen cada vez más duras y las pinzas de sus predadores cada vez más fuertes, con lo que todos corren lo más que pueden para que todo permanezca en el mismo sitio. 
En un relato clásico y muy conocido de A. Chéjov la policía detiene a un paisano por desatornillar las tuercas de la vía férrea que pasa por su pueblo. Él explica que las necesitaba como peso para pescar. Lo paradójico de la historia, por lo demás una simpleza, es que el acusado sinceramente no entiende cuál ha sido su falta porque no pretendía nada malo. “¡Pero pudo haber causado víctimas!”, dice el juez. “¿Qué dice, señoría? ¡Si solo era para pescar!”, responde el procesado. A lo mejor el gran engaño de este tiempo consiste en creer que, como dice Alicia, existe una casa al otro lado del espejo. La que se ve y aparece.

Los sabios de Ghotam

Aunque no todo el mundo está convencido de que ocurriera realmente, sí que por lo general se considera que el rey acabó modificando el recorrido que tenía previsto. ¿Para qué iba a hacerlo si no? Todo vino porque por aquel entonces (alrededor del siglo XIII) cuando un rey o un notable iba de viaje, a los pobladores de los localidades por las que pasaba les gravaban con un impuesto colectivo para arreglar los caminos principales. Y esto fue lo que se anunció a los habitantes de la localidad de Gotham, que el rey John iba a marchar desde Leicester a Nottingham y, al pasar por todos los pueblos del camino, a nuestros protagonistas les iba a caer una contribución de padre y muy señor mío pues los caminos reales no estaban en absoluto en condiciones. ¿Qué hacer en esta tesitura?, ¿un rey que, por otros motivos, nada les importaba, simplemente porque iba de camino les iba a dejar más pobres de lo que ya estaban?, ¿no habría alguna solución para el caso? 
El remedio debió venir de algún ingenioso que siempre los hay o, quizá, de algún entendido y versado en la ley: puesto que las leyes locales exceptuaban de impuestos a las poblaciones que sufrían pandemias o sequías, si se podía mostrar que esa era la situación, podrían librarse del dichoso arbitrio. Pero ¿cómo infectar de pronto a toda la población con un padecimiento general?, ¿y cuál podría ser esa enfermedad o epidemia? Obviamente no sería fácil inventarse que todos padecían del estómago, sin evidencias en sus cuerpos. Pero ¿y de la locura?, ¡ah!, ¿y si a todos les hubiera alcanzado ese trastorno por razón de alguna plaga extraña? Esperarían a la llegada de los inspectores reales para, en un acto bien coordinado, fingir que todo el pueblo estaba loco a causa de un raro trastorno. Además en aquella época se creía que este mal era contagioso. 
     Y la estratagema sirvió estupendamente a su propósito: fingiendo besar vacas, bañarse con tierra, comer pan sin hornear y otros varios comportamientos de este jaez lograron, como se preveía, horrorizar a los veedores del rey. Que tras lo cual se decidió a modificar el trayecto. Los locos de Gotham se han convertido en un tema recurrente. Llamados en unos casos así, para la mayoría son “los sabios de Gotham”. Y hasta han sido objeto de atención de artistas y creadores. ¿Es acaso una chifladura recordar en este momento una respuesta colectiva como esta? A lo mejor depende. 

¿Qué pasó de nuestros suicidas?

Decía Camus que no hay más que un problema filosófico en verdad serio: el suicidio, la posible respuesta a la cuestión fundamental del ser humano que es valorar si la vida merece o no la pena de ser vivida. El resto de asuntos, si el mundo tiene tres dimensiones y todo lo demás son como juegos, cuestiones secundarias. Porque el problema que hay que resolver primero es si tiene sentido la vida, vivir. Traídos a este negocio, a la existencia, sin que nadie nos haya pedido opinión no solo sobre si queríamos acudir o nacer sino ni siquiera en la fecha y condiciones que a uno le hubiera gustado estar, es necesario hacerse esa pregunta, la más básica, a la hora de afrontar la vida. Hablamos en este caso del suicidio metafísico o filosófico.  
Pero si nos fijamos en el ámbito social, ha sido un sociólogo francés, Émile Durkheim, quien presentó un trabajo considerado casi definitivo. Manejando datos estadísticos muy numerosos, Durkheim considera que, aun cuando los suicidios son fenómenos individuales y de alcance personal, globalmente responden a causas sociales y que a fin de cuentas el temperamento moral de la sociedad es el que determina la variedad, la forma y el grado de intensidad. Es lo que ocurre especialmente en la modalidad que llama suicidio anómico, el más característico de la sociedad moderna.  
Es conocida, dice, la influencia agravante que tienen las crisis económicas sobre la tendencia al suicidio pero nos equivocaríamos si creyéramos que se trata simplemente de la ecuación “problemas económicos-suicidio”. Por anomía Durkheim entendía una situación social en la que los individuos no saben qué normas seguir, en la que se ha perdido la orientación y se desconoce a dónde vamos y a qué aspiramos. O por qué hacemos lo que estamos haciendo. Como está ocurriendo ahora. No es que no dispongamos de dinero, el problema que nos acucia y angustia es el desbarajuste en el que nos encontramos, el caos de un paso allá y otro al revés, el desorden de desconocer si algo merece la pena hoy cuando mañana está olvidado. Lo que lleva al suicidio es la inseguridad radical de quien no entiende lo que está pasando. Miles de ejemplos: mientras en la página de la izquierda se dice que un banquero condenado se va a casa con 88 millones, en la de la derecha, que los dependientes tendrán que aumentar su aportación económica. ¿Hay razón que entienda este embrollo o maremágnum? 

Organizar el futuro

Una vez más la comunidad científica confirma que la tan traída y llevada amenaza de que el Sol pueda caer sobre nuestras cabezas, que Astérix ya aplazó sensatamente, de momento no va a ocurrir. Los sabios siguen ratificando que “nuestro padre y tirano”, en palabras del novelista andaluz José A. Vázquez, está aproximadamente a mitad de su vida y le quedan 5.000 millones de años para extinguirse. El último en recordarlo estos días ha sido el Nobel de Física, Brian Schmidt. ¡Menos mal! Pero es que antes de que le llegue ese momento cruel tendrá, no obstante, que haberse acomodado, según otra información también muy reciente, al choque que nuestra Vía Láctea sufrirá con la galaxia más cercana, Andrómeda, que se están acercando ya a unos 400.000 kilómetros por hora. Ambas están aún lejos por lo que esto tardará en producirse, dice la NASA, 4.000 millones de años, y 2.000 millones de años después se completará la fusión de ambas en una nueva galaxia. Cuando esto ocurra, el pobre Sol quedará desplazado a la periferia de la nueva que saldrá de dicha fusión y allí, casi arrinconado, tendrá que pasar sus últimos millones de años de vida. Una pena después de todo lo que nos ha dado. Pero así es la vida.
El panorama futuro parece, pues, bastante perfilado para que vayamos haciéndonos una idea de lo que va a ocurrir y así nos ocupemos de proyectar lo que vamos a hacer, no sea que nos cojan desprevenidos estos acontecimientos. Lutero, recuerda E. Jünger en La Tijera, dijo que plantaría un árbol en su jardín aunque supiera que a la mañana siguiente iba a hundirse el mundo.
Nuestro problema va a ser que, según nos vayamos acercando a esos acontecimientos, resultará difícil planificar las ocupaciones y trajines pues desconocemos cuáles serán entonces nuestras cuitas y la incertidumbre es mala consejera. Para entonces hemos de pensar que ya habrá terminado la crisis, se habrá resuelto el enigma del denominado caso Gürtel, se sabrá definitivamente si los papeles son en verdad de Bárcenas, si se le habrán terminado los correos del caso Nóos y es probable que haya sido juzgado el expresidente de la Diputación de Castellón. Y seguro que también se habrá aclarado el asunto de los ERES. Lo que es de esperar y de desear es que no aparezcan nuevos enredos porque, de no ser así, llega la hora del final del Sol y nos puede coger todavía con las manos en la masa. Y eso sería mala pata.

¿Podemos preguntar?

¿Entonces el día en el que consigamos el equilibrio presupuestario, esa fórmula político-económica que como quien no quiere la cosa se ha convertido en el primer principio del obrar social y estatal, ese día habremos alcanzado la felicidad?, ¿y cuando se llegue hasta ese sitio o momento se habrá terminado el paro y los desahucios y podremos hacernos un hueco en el horizonte para ver la meta final y el término de los males y las desgracias?, ¿quiere ello decir que en cuanto se llegue al equilibrio presupuestario, el déficit cero, ya no habrá más problemas, más sufrimientos ni más infortunios?, ¿será entonces algo así como el cielo en la tierra, sin hambre, sin miserias, sin malaventuras y sin penurias ni necesidades? ¿Y puede tardar mucho ese día?
¿Pero, entonces, es que eso del déficit cero, esto de lo que venimos hablando es un gran ideal?, ¿algo así como el principio último del bien y del mal?, ¿acaso uno de esos preceptos que ya venían instalados y formulados como modo de comportamiento desde toda la historia de la humanidad?, ¿también los griegos y los romanos y todos los demás imperios, incluidos los clásicos que estudiamos en la historia, consiguieron llegar a donde llegaron gracias a que lo habían alcanzado?, ¿y eso significa que es un mandamiento que, de manera más o menos implícita, estaba en la Tablas de ley, dada su repercusión en la moral de la gente?, ¿es por ello que debe considerarse una Razón de Estado, que justifica el dolor y el sufrimiento que está originando? ¿Y ha formulado un nuevo concepto de malo, hasta el punto de que es un sistema moral que abarca todos los valores sociales?, ¿y no ha vulgarizado este concepto, quitándole el síndrome de epopeya que antes tenía? 
¿Y cuando hablamos de esto que estamos hablando, sabe todo el mundo de qué estamos hablando?, ¿y lo sabe y lo asegura y lo conoce con precisión, dados los gravísimos efectos que está produciendo entre la gente más humilde?, ¿y ese conocimiento es claro y distinto, como opinaba el gran Descartes que debían ser todos los saberes para que valieran?, ¿y, naturalmente, riguroso y preciso tratándose de asuntos de tan graves consecuencias?... ¿por qué entonces, tras haber corregido Bruselas la valoración del déficit de España, el partido del Gobierno, a través de uno de sus representantes más cualificados, ha asegurado que hay "mil criterios para contabilizar las cuentas públicas"?

Una relectura aconsejable

Buceando por viejas relecturas (en ocasiones textos antiguos que un día aparecieron con la única finalidad de entretener), puede uno reencontrarse con lo que ni imaginaba pero que parece escrito hace un par de días mientras la tinta aún no se ha secado del todo. Y que no estaría de más que muchos políticos y tanto sus fustigadores como mecenas le echaran una ojeada. Decía Jorge Luís Borges que “Jonathan Swift se había propuesto enjuiciar al género humano y dejó un libro de lectura infantil. Esto se debe al hecho de que los niños leen los dos primeros viajes iniciales del capitán Lemuel Gulliver y omiten los últimos, que son terribles”.  Y así parece ser sin duda. Los cuatro capítulos, las cuatro aventuras básicas de los Viajes de Gulliver solo pueden entenderse si las fraccionamos en dos bloques, por otra parte tan incompatibles y discordantes que resulta muy sorprendente y extraño el juego conjunto en una misma publicación de dos visiones de la vida humana tan dispares y alejadas entre una parte y otra del libro.
No se anduvo con chiquitas Swift, especialmente en el capítulo IV país de los Houyhnhnms, sociedad constituida por caballos, que son los gobernantes  y que conviven con deformes criaturas llamadas Yahoos, seres humanos salvajes. A los primeros el viajero les explica cómo es nuestra forma de vida, “Los ricos gozan el fruto del trabajo de los pobres… la mayoría de nuestra gente se ve obligada a vivir en la miseria… De aquí se sigue por necesidad que multitudes de nuestra gente se vean obligadas a buscarse la vida mendigando, atracando, hurtando, timando, alcahueteando, abjurando, adulando, engañando, pelotilleando, braveando, votando, emborronando, astrobservando, envenenando, putañeando, camanduleando, difamando, librepensando y en ocupaciones similares; y mucho fue el trabajo que me costó hacerle entender cada uno de estos términos”. Por otra parte, “tres procedimientos por lo que un hombre puede llegar a Primer ministro: el primero es saber qué hacer con una esposa, hija o hermana con prudencia; el segundo, traicionar o desacreditar a su predecesor; el tercero, mostrar en las asambleas públicas un arrebatado entusiasmo en contra de las corrupciones de la corte”.
Luego están los struldbruggos o inmortales, aquellos que nacían señalados con un lunar rojo en la frente, justo encima de la ceja izquierda, que era señal infalible de que nunca moriría”.

Las lecciones de Escrutopo

Según una muy popular publicación del siglo pasado, Escrutopo estaba dedicado en cuerpo y alma, nunca mejor dicho, a que su sobrino alcanzase la mejor preparación profesional. Escrutopo es un viejo demonio que, en 31 cartas dirigidas a su sobrino Orugario, principiante y de escaso acervo tecnico, pretende explicarle las estrategias más eficaces para ganar el mayor número posible de almas. “Cartas del diablo a su sobrino”, que así se titulaba, de C. S. Lewis, alcanzó una inmensa notoriedad hacia los años cincuenta.
Y el caso, a la vista de la experiencia de hoy, es que muy eficientes han sido esas lecciones de Escrutopo. Éxito y eficacia total, consiguiendo que unos y otros adquiriésemos algunas destrezas pecaminosas como la indolencia, la acedia, la gula, el lujo y la opulencia y otras de discutible catadura. No hay más que abrir los ojos para verlo: nos han hecho perezosos, derrochones, manirrotos y otras muchas cosas por el estilo. Ejemplos a montones. ¿O no está ahí, por ejemplo, Bankia, que ha necesitado de tantos miles de millones de ayuda para demostrar lo malos que hemos sido? Menos mal que antes de que cayéramos en el Hades han venido a salvarnos. ¡Menos mal! Nos han puesto una férula y a trabajar más pues, responsables como somos, debemos aportar esos miles de millones que hemos despilfarrado e ir abandonando todo aquello de que disfrutábamos creyendo ser nuestro pero a lo que no teníamos ningún derecho ¡Pecadores! Ya lo dice Pármeno, el de La Celestina, que “lo peor del pecado es la perseverancia”.
Borges narra “El atroz redentor Lazarus Morell”, protagonista de un sistema para salvar y redimir negros: “Recorrían -con algún momentáneo lujo de anillos, para inspirar respeto- las vastas plantaciones del Sur. Elegían un negro desdichado y le proponían la libertad. Le decían que huyera de su patrón, para ser vendido por ellos una segunda vez, en alguna finca distante. Le darían entonces un porcentaje del precio de su venta y lo ayudarían a otra evasión. Lo conducirían después a un Estado libre. Dinero y libertad, dólares resonantes de plata con libertad, ¿qué mejor tentación iban a ofrecerle? El esclavo se atrevía a su primera fuga.” Luego ya venía la reclamación no prevista de gastos y demás bagatelas. Y con los líos tenían que acabar matando al negro. Normal, ¿no? ¿Quién sino él era el culpable por fugarse del patrón que lo había comprado legalmente?

Los recovecos del poder

El poeta latino Publio Ovidio Nasón, o simplemente Ovidio, que vivió por la época de Jesús, es más o menos conocido de la opinión pública porque dedicó una parte de su obra poética a lo que podemos llamar literatura amorosa o amatoria. Ovidio, perteneciente a una familia rica y noble, pasó su vida, porque sus posibilidades económicas así se lo permitían, dedicándose a hacer poesía y, al tiempo, llevar una vida dedicada a las relaciones sociales y a las vivencias amorosas, perfectamente conjuntadas ambas tareas, la ficción literaria y la propia vida. Amores y El arte de amar, que han pasado por la mano de tantas generaciones, son, especialmente la primera, una conversación vital y literaria con Corina, el resultado de un juego personal y literario con Corina, su referente amoroso en cada rato de su vida y en cada renglón de su poesía. Corina lo llena todo en Amores, mientras desde el misterio de Arte de Amar reconoce que son muchos los que desean saber quién se oculta bajo el seudónimo de Corina.
Corina, que ya había hecho versos en su tierra de Beocia unos cuantos siglos a.n.e. (la musa me narró viejos cuentos amorosos para cantar), siempre ha estado ahí. En Ovidio siempre jugando con lo que es y no es, circulando por las elegías llena de infidelidades pero, al tiempo, y como contraposición íntima y teatral al tiempo, vergonzosamente humillada al descubrir que su peinadora la  suplantaba en la predilección del que había jurado ser siempre de ella. Pero, al final, siempre dominadora. Tal vez por eso Lope de Vega la rescató en la nueva Corina, la escritora doña Ana de Castro Egas que, según sus biógrafos, ya de niña conoció al Infante don Fernando de Austria y luego formó parte del círculo reservado de la Casa Real siendo amiga íntima nada menos que del valido. Y vuelve como la Corina de madame de Staël en la novela del mismo nombre, donde se manifiesta sutil y profunda en las ideas de espíritu vivaz y diligente erudita y coqueta y de ardiente imaginación, resultado de la lectura de Voltaire.
Como de una u otra manera, aunque intermitentemente, siempre permanece, ahora acaba de mostrarse de nuevo. También misteriosa y huidiza, más poderosa cuanto más negada pero tan sobrada que nadie queda a su lado reconociendo lo que hace y lo que puede. Aunque ya advierte el libro de la Sabiduría a los que domináis los confines de la tierra: os amenaza poderosa inquisición.

Sobre certezas y verdades

      El gran filósofo griego Aristóteles comienza su libro más importante con la afirmación de que “todos los hombres desean por naturaleza saber”, un alegato justo y preciso pues a eso se ve obligada, quiéralo o no, la condición humana: tratar de averiguar todo lo que le concierne para su supervivencia y desarrollo. Si nuestra especie no hubiese ido avanzando en el conocimiento del mundo, es bastante seguro que habríamos desaparecido o, al menos, no seríamos hoy como somos. No es por tanto un asunto menor o de poca monta la cuestión de la ignorancia. Que de la misma manera que no podemos dejar de respirar ni de alimentarnos, tampoco es posible andarse con chiquitas con eso de la impericia.
     Pero, en el fondo, ¿de verdad sabemos algo más allá de cuatro recetas para sobrevivir como para poder hablar ex cátedra según afirman algunos que hacen los papas?, ¿de verdad? Sin embargo como aquel que andaba por la calle diciendo: “tengo una respuesta, ¿quién tiene una pregunta?”, como si todo estuviera claro y terminante sin posibilidad alguna de duda ni resquicio de incertidumbre, se lanzan en nuestro espacio social con cierta frecuencia certezas absolutas y terminantes tal fueran bombas de máxima precisión, se sueltan verdades de toda guisa buscando romper cerebros y mentes. En unos casos referidas a cuestiones ideológicas y que resultan ridículas, simplemente si se encajan en un tiempo y una dimensión cósmica de miles de millones de años o de infinitos universos. Y en otros tratando de imponer modos de convivencia social como si el “ardipithecus ramidus”, de hace 4,4 millones de años, o Lucy, de hace 2.3, ya hubiesen dispuesto de nuestras mismas instituciones e idénticos usos sociales eternos. 
     Quevedo, con su eterna y dura ironía y tras confesar que “en verdad no se sabe nada de nada”, tiene claro que no lo tiene claro y al lector (“como Dios me lo deparare: cándido o purpúreo, pío o cruel, benigno o sin sarna”) le ofrece su catálogo: “En el mundo hay algunos que no saben nada y estudian para saber…; Otros hay que no saben nada y no estudian porque piensan que lo saben todo…; Otros hay que no saben nada y dicen que no saben nada, porque piensan que saben algo de verdad…; Otros hay, y en éstos que son los peores entro yo, que no saben nada, ni quieren saber nada, ni creen que se sepa nada, y dicen de todos que no saben nada y todos dicen de ellos lo mismo y nadie miente”. 

El peligro del teatro

Contando la vida de Solón, uno de los siete sabios de Grecia, (que, como se sabe, fueron veintidós), refiere Plutarco que, allá por el siglo VI a.n.e., un griego llamado Tespis, artista como modernizador de la tragedia y como actor, gozaba de una tan extraordinaria popularidad que en sus funciones siempre se ponía el “No hay billetes”. El caso es que a Solón, hacía tiempo jubilado de la política, se le ocurrió acudir un día a una de esas representaciones. La función era un drama que representaba escenas del dios Dionisio interpretado por el propio Tespis y el espectáculo, como se preveía, había sido un éxito cuando, al terminar, como también hoy, acudió a saludar a tan significado personaje. En ese momento Solón le interpeló preguntándole sin ambages si no se “avergonzaba de tanta mentira delante de tanta gente”. Sorprendido el artista, le respondió que no había nada malo en lo que había hecho ya que todos sabían que se trataba de un entretenimiento.
Pero la excusa no solo no contentó al sabio sino que “dando un fuerte bastonazo en el suelo, repuso: “pronto, aplaudiendo y dando aprecio a este juego, nos hallaremos con él en nuestros negocios y contratos…”. Como comenta el escritor Luís Manuel Ruiz, juego o no, Tespis, a juicio de Solón, pretendiendo hacerse pasar por quien no era (porque, que se supiera, él no era Dionisos) no se había comportado del modo más apropiado. ¿Qué ocurriría si de pronto todo el mundo en la ciudad comenzara a fingir ser quien no era, a jurar fidelidad a sus esposas cuando sus pensamientos los desmentían, si los políticos efectuaban promesas que no tenían intención de cumplir? No, aquella impostura debía concluir. Y el grave Solón la proscribió con dureza. 
Obviamente no tuvo éxito y su decisión no solo no cortó de raíz el pasatiempo de fingir lo que no se es, hacer creer lo que no se piensa, disimular lo que no se hace, como vemos cada día en cuanto miramos sobre todo hacia arriba. Acababa de nacer la profesión de actor, a pesar del reproche de Solón. Pero el problema ha venido cuando tantos personajes públicos se dedican a esa tarea. Pésimos falsarios y farsantes, tan engañados de sí mismos que no son capaces de percibir el ridículo de negar lo que todo el mundo está viendo que verdad. Seguro que desconocen la recomendación de Polinices, hijo de Edipo, cuando replica a su hermana que no intente convencerle  “de lo que no se debe”.

La cultura de la pobreza (y 2)

Aceptar que hay personas o ciudadanos que asumen, por las circunstancias que sean, el papel sicológico y social de pobre, acomodando su vida, sus valores y sus prácticas a esta condición es algo en lo que no todo el mundo está de acuerdo. Admitir el “hecho de que hay individuos cuya posición social es la de ser tan solo pobres, pobres y nada más que pobres”, resulta muy discutible para algunos. Antropólogos hay, como Marvin Harris, que de ninguna manera aceptan esa teoría y dicen que entender como real este hecho es una manera de responsabilizar a los mismos pobres de su situación y, al tiempo, tranquilizar nuestra conciencia. Y aunque Oscar Lewis atribuye esa cultura de la pobreza sólo a un 20% de pobres, aquel insiste en que es el estado de desempleo el que provoca en el parado la sensación de que los contribuyentes le culpan.
Porque precisamente el tema de la culpa de que existan los pobres está detrás de todas las discusiones sobre este particular. Naturalmente, en relación y dialéctica con los opulentos, los situados. Bernard Shaw proponía que “en lugar de abolir a los ricos, debemos abolir a los pobres”. Y en esta línea de cruel ironía Jonathan Swift en un librito titulado “Una modesta proposición” es capaz de proponer a los ricos, desde el sarcasmo más inhumano e inmisericorde, una “solución” para eliminar a los pobres.
Pero en la coyuntura económica y social que estamos padeciendo ha irrumpido un hecho tristemente novedoso. Ya no están solamente esos pobres de solemnidad, “pobres de toda la vida”, acomodados a esquinas y escalinatas de iglesia. Ese grupo social se va llenando de ciudadanos, pobres advenedizos,  cada uno con su historia a cuestas, que va entrado a la fuerza y desde la desesperación. Más aún, cada vez que algún gran experto dice que hay que seguir por esta senda, o algo por el estilo, lo que ocurre simplemente es que se amplía el número de miembros de la clase social de pobres. No sólo aumenta el sufrimiento de los que ya están dentro sino que éstos son cada vez más. Eso sí, con un perfil nuevo mucho más lamentable y bastante más desprotegido. Habrá, parece, gente muy contenta porque el déficit, vaya usted a saber qué es eso, se está rebajando pero demasiados datos que llegan de todas partes confirman que cada mañana hay en nuestro país más niños que van colegio sin desayunar y no se sabe qué habrán cenado. Y estos son datos objetivos.

La cultura de la pobreza (1)

En el trasnochado chiste, llegaba el viajero al pueblo y entablaba  charla con un muchacho de gesto y porte descuidado. Sorprendido por el tono de alguna respuesta, acaba preguntándole al paisano: “¿Y tú en qué trabajas?, ¿en qué te ocupas?” A lo que el interpelado responde con tono firme y convincente: “No, yo no trabajo, yo no hago nada. Yo soy el tonto del pueblo, y unos y otros me dan de comer y me ofrecen casa y cobijo”. 
Buscando los orígenes y causas de la pobreza, los antropólogos llevan un tiempo discutiendo si puede hablarse o no de lo que llaman “la cultura de la pobreza”, una expresión propuesta por el filósofo Oscar Lewis, tras dedicar años a estudiar situaciones de marginación e indigencia en diversos países. Dice este investigador que hay personas que, ante las circunstancias adversas de carencia y desamparo en que se encuentran y viven, acaban atribuyéndose a sí mismos la condición inevitable e insalvable de pobres y que desde ese momento empiezan a actuar y  comportarse de acuerdo a lo que en la sociedad en que viven deben hacer los pobres, es decir, adquieren la cultura de la pobreza. Y lo peor es que  esta suele perpetuarse de padres a hijos, con lo que las nuevas generaciones no están preparadas para las oportunidades de progreso con que se puedan encontrar en su vida. “Cuando estos niños cumplen seis o siete años, normalmente ya han asimilado actitudes y valores básicos de su subcultura”.
Como en el cuento de arriba, una vez que el protagonista entiende que ha adquirido la condición irrenunciable de ser el tonto del pueblo o el pobre de la parroquia, una vez adquirido ese rango social, éste debe ser el que marque las relaciones con la colectividad, incluida la vestimenta, la forma de vida, el lenguaje y hasta el derecho moral y legal de ser ayudado por la comunidad, que a su vez adquiere la obligación de atender a sus necesidades. Aclarados así los papeles de cada uno, éstos se refuerzan con el trato paternalista como dialéctica al de humillación que le es obligado y todo se adoba con la limosna, algún traje que quedó obsoleto y hasta alguna chuchería para sus hijos, sobre todo en los días feriados. Pero, apoyados en las eternas frases tópicas de qué se le va a hacer, o el pertinaz debate de si se le dar limosna o no, no se abren otros horizontes. En opinión de Oscar Lewis, cada uno en su sitio y se ha consumado la cultura de la pobreza.